Me confieso aturdido al ver el placer reflejado en el rostro de tantos que miran y comentan la violencia que se expone en todas las realidades imaginables posibles de nuestras existencias.
Y afirmo aquí, muy entre nos, que siempre me he sentido lejano a las peleas entre esos que llamamos distanciadamente animales, por las razones que su misma naturaleza impone, o planificadas por el hombre, en la maldad, la avaricia o el mórbido goce que pudiera desprenderse de esas aberraciones. Al mismo tiempo he ido perdiendo el gusto por todos los deportes o competencias que incluyan el enfrentamiento físico, cuerpo a cuerpo, entre seres humanos. Ya no invierto mi tiempo en esas “justas” o combates. Con el ejercicio de la realidad ya me es bastante.
Reconozco por otra parte, pobre de mí, el poder que históricamente ha tenido sobre la humanidad esa pasión sangrienta para mirar en público o de reojo complacido y complaciente, ese contagio por la violencia desmedida, la crueldad permisada, con la que se alimenta hasta a nuestros nietos e hijos desde que respiran a través de todo lo que les rodea, incluyendo por supuesto a cuanto adminículo electrónico se tenga o no se tenga a mano.
Otra cosa podría ser lo que se encierra bajo el título de tauromaquia, milenario enfrentamiento, en encierro, entre el hombre y el toro. Vienen a mi memoria dispersa los dibujos de Goya, o de Botero, o la última escena del libro Confesiones del estafador Felix Krull de Thomas Mann, o aquél otro Muerte en la tarde de Ernest Hemingway, y tantos más que quedo atribulado de mi exiguo resumen.
Traigo todo esto al ruedo que me convoca la escritura, buscando en los libros del recién fallecido Antonio Caballero, quien dedicó buena parte de su vida a diseccionar a Colombia, a decirla a través de su escritura, bien sea en el campo de la novela, de los cuentos, de la opinión o de la caricatura.
“El Capitán Veneno”, como lo llamaba desde su humor picante mi suegra Himelda. quien no dejaba de leerlo, no dejó nunca de atraer mi interés por su afilado y puntilloso estilo con el que deletreaba, desde su abecedario, historia y vida diaria de Colombia. Ningún tema parece esquivaba sus sensibles radares.
El libro de Caballero que quiero comentar dentro de esta diversidad de temas que llenaban su atención es Toros, toreros y públicos, de El Áncora Editores, 1992, en el que se recogen artículos suyos dispersos sobre el mismo tema, con observaciones minuciosas y cultas sobre otra de sus pasiones, la fiesta brava, en donde el hombre se enfrenta al toro; la razón frente a la fuerza bruta.
No es libro escrito por un aficionado sino por un conocedor profundo, entusiasta, vehemente. Pueden servir sus páginas hasta para los renuentes, como yo, para entrar en ese mundo misterioso y teatral, que es a la vez y contradictoriamente, festivo y cruel, opera de sangre, sudor y gloria. No son crónicas para mirar de lejos, desde tendido de sol o de sombra, sino para sentir casi que todas las sensaciones, las pasiones de tan particular faena.
Es un libro que vale la pena leer así detestes al toreo. Te pone a discutir y discurrir sobre tus creencias y miedos; te embadurna de un misterio ancestral que contradictoriamente aborreces pero que te tienta. El peligro angustioso de lo humano por lo desconocido.
Los toros, la guerra, la crueldad, la compasión, la pasión de Cristo (y nuestra) en su crucifixión representado en la bestia que somos, redimidos en ese evento tan cruento de nuestra cristiandad, todo parece concentrarse en mismísimo aquelarre. Mitos y símbolos, miedos y placeres, todos reunidos a media tarde en plaza pública.
Y termina su libro Caballero con estas líneas dignas de él que dan vértigo: “Somos una pequeña muchedumbre fascinada y ansiosa en medio del olor dulzón de la sangre y nos damos pisotones y codazos para ganar terreno a los vecinos, bajo la lluvia”.
Leer a Caballero es enfrenarnos nuevamente a realidades que a veces no queremos ver. La lucha cotidiana entre los ángeles y los demonios que todos llevamos dentro.
Leandro Area Pereira
leandro.area@gmail.com
@leandroarea
Venezuela
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