Si bien es imposible hallar una definición de Estado que satisfaga a todos, sea por una u otra razón, igualmente no es difícil reconocer los problemas que limitan la funcionalidad jurídica y operativa de una nación cuya concepción de “Estado” luce comprometida, dificultada o azorada por enrarecidas realidades. Dicho con el léxico politológico, un Estado “impropio”.
La ciencia política asume el concepto de Estado como aquel conjunto de condiciones que determinan la vida de un conglomerado organizado alrededor de propósitos apostadamente constructivos. Pero que, en todo caso, no son óbice para excusarse de eventos profundamente intrincados cuyas fronteras son confusas y generalmente se muestran frágiles.
Precisamente, este escenario motiva, de modo permanente, la sucesiva aparición de problemas cuya intensidad y magnitud conmina dichas condiciones llevándolas a situaciones “de borde” capaces de arrastrar consigo consideraciones que, en principio, son consideradas objetivos de desarrollo. Sin embargo, son esas mismas situaciones las que degeneran, degradan y trastocan procesos sociales, políticos y económicos dirigidos a consolidar la razón de ser del Estado.
Es ahí cuando se dan crudos y duros momentos cuyas sacudidas provocan la inestabilidad de las instituciones que configuran al Estado mismo. Es cuando surgen conflictos que ocurren al interior de la estructura del Estado. Sus efectos ocasionan serios inconvenientes en la burocracia política afectándose. Por consiguiente, las relaciones de poder que hacen posible discernir o rechazar acusaciones o imputaciones que dan cuenta de la heterogeneidad bajo la cual se enrumban las mayúsculas decisiones de Estado.
Pero la impotencia de estas relaciones de poder, provoca que se fragüen oscuros intereses que terminan imponiéndose por encima de factores formales o institucionales del Estado mediante mecanismos substantivos. O mecanismos adjetivos que buscan amañar y enviciar el comportamiento del Estado a pervertidas intenciones manejadas por instancias disfrazadas de democráticas, constitucionales o soberanas.
Este embrollo, alevosamente urdido, explica la razón por la cual el Estado se torna estructuralmente maula. En su esencia, se contaminan las obligatorias articulaciones entre las agencias del Estado y sus políticas. Asimismo, el problema se repite a nivel de los vínculos ineludibles que deben establecerse entre las políticas públicas, y los intereses y acciones de los agentes externos al andamiaje institucional del gobierno.
Más aún, en la mitad de tales complicaciones, se rompe la unidad del Estado. Unidad ésta que se refleja cuando el Estado actúa desde su condición jurídica ante factores representativos del discurrir económico y político. Pero a su vez, esta fractura funge como factor de escisión de la multiplicidad institucional y conductual del Estado. Ello disgrega la consonancia que todo Estado requiere a los fines de hacer que sus decisiones logren solidificarse en un contexto dominado por la condición autonómica de oficinas gubernamentales que se desempeñan en términos de intereses y recursos propios.
En medio del abanico de vinculaciones operativas que se formaliza en la reunión de todas estas instancias de gobierno, se erigen cuantos problemas pueden derivar en el rompimiento de la vinculación entre las entidades institucionales o agencias del Estado, los actores externos y los agentes sociales internos.
De esa manera se genera una suma de maniobras que perjudican no sólo su concepción. Sino además, sus fines en términos de sus relaciones con el entorno en función de la consolidación de su naturaleza política y su trascendencia económica y social. Por eso se habla de un Estado condenado a la perdición. Y que visto desde la perspectiva del caso Venezuela, no es pura coincidencia o parecido con su realidad. Y esa situación, sólo explica la presencia o aparición de un Estado “impropio”.
Antonio José Monagas
antoniomonagas@gmail.com
@ajmonagas
Venezuela
No hay comentarios:
Publicar un comentario