Cada vez que una mujer aparece bajo la regadera en alguna secuencia cinematográfica, va a morir en manos de un terrible asesino, o por lo menos a pasar un buen susto hasta que el galán la rescate. Probablemente termine destripada a cuchillo limpio, marca indeleble dejada en el cine por Psicosis (creo). Pero ese es apenas uno entre otros ripios sin los que buena parte de las películas no existirían. Aquel clásico del humor, la serie Locademia de policía, las de Blake Edwards y las de Quentin Tarantino, entre otras, se dedican a burlarse de eso. En una de aquellas, el desalmado homicida entra a la sala de baño donde la regadera empapa a la desnuda e inocente víctima, que canta despreocupada Memory, la exquisita pieza de Cats, en la que el personaje declama la aspiración rehacer su corazón roto, en la inagotable y taquillera obra de Andrew Lloyd Webber.
Y en vez de tasajearla como se espera, el malencarado sicario termina cantando a coro la dulce melodía y llorando a lágrima partida un desengaño amoroso. ¿Qué sería incluso de grandes cintas, en las que todo dependió de que el protagonista rompiera unas cadenas con un buen tiro de pistola? Hay que pasar por alto que en la vida real la bala, al chocar con el implacable acero, debiera más bien desintegrarse, convertirse en talco de plomo y si fuera ella también de acero, desviarse y seguir su camino. ¿Qué pasaría sin la interesante propensión a explotar de los automóviles en Hollywood, al menor choque o volcamiento, lo que hace suponer que no llevan en sus tanques derivados del petróleo, sino nitroglicerina? ¿O quiere alguien un recurso más prodigioso para resolver situaciones sin que las manos del protagonista se manchen con un homicidio, que esa maravilla del golpe en la cabeza que desmaya al enemigo, lo mantiene fuera de servicio por el tiempo necesario y no deja secuelas criminales en el fúlgido héroe?
Este no tuvo así que matar un número exagerado de bandidos sino propinar un buen cachazo en la mollera y aquí no ha pasado nada. Son lo que llamaría un filósofo "cosificaciones", coágulos en el lenguaje cinematográfico que se presentan también en cualquier otro. Para hablar del hablado, hay que recordar que cuando la marabunta de gobierno aún estaba medio agazapada, produjo una epidemia de forúnculos lingüísticos, difundida por los más cultos del país, tales como "cuarta república", "puntofijismo", "cogollocracia", "soberano", "poder constituyente", "ilegitimidad", que rápidamente se hicieron del habla política de todos. Más tarde se introduce así el maquiavélico “los llamados” presos políticos –Lenin decía: “los llamados intelectuales; buen viento se lleve a esos cochinos”- complementado por “políticos presos”, retruécano maravilloso equivalente a panaderos presos o mecánicos presos. Esas jugosas carnadas verbales las mordieron hasta los demócratas (¿quedan de esos especímenes?: Jardier Poncela se preguntaba cándidamente, sobre si sobre la tierra “¿hubo alguna vez once mil vírgenes?")
Uno de los rasgos distintivos de la hegemonía cultural, es que torna su lenguaje en atmósfera. Durante el período democrático resonaron las frases y los conceptos de Rómulo Betancourt. "La violencia es el arma de los que no tienen la razón", "venezolano siempre, comunista nunca", "votos sí, balas no", “la democracia es la única manera de vivir decentemente”, hasta las "multisápidas hallacas". Hoy nuestra semiología política muere inane. Algunos dirigentes, de los que se esperan estrategias, planteamientos de fondo, recomendaciones para lograr objetivos, se presentan ante los medios con quejas, lamentaciones de barbería. O hablan- hablaron (ya ni siquiera hablan) el leguaje que les donó la revolución, como jacobinos del siglo XVII (legitimidad, constituyente, soberanía popular. Con las religiones, más que ideologías, posmodernas el lenguaje corroído por la “inclusividad” (palabra en sí misma sospechosa y de pésimo olor) cuajado de pequeños vómitos verdes, heteropatriarcalismo, micromachismo, interseccionalidad, pansexualismo, androcentrismo, misoginia, techo de cristal, transversalidad, empoderamiento, no binario, invisibilizar, género, perspectiva de género; discriminación indirecta y otro montón de gafedades patógenas.
¿Por qué repetir aquello tan pavoso del "granito de arena", que puede producir estornudos o urticaria, tal como llamar al agua “vital líquido”? Y el curiosísimo lo que es. Ya nadie dice "maté una cucaracha", sino "maté lo que es una cucaracha". El bicho, a la manera hegeliana, como cosa en sí y no cosa para sí, su coseidad, aclara que lo que se pega a la suela cuando pisas el insecto es el ente y no el ser. El asunto es de alta jerarquía filosófica, aunque se preste a raspar el zapato con la acera. Juan David García-Bacca dice que cualquiera sabe lo que es la vida, una presurosa y breve cadena de experiencias que todos tratan de amargarse entre sí, hacérsela lo más miserable posible, pero nadie o muy pocos saben qué es la vida, algo que hasta ahora carece de respuesta filosófica. Intriga que nadie dice el gobierno, sino el tema del gobierno, ni la inflación, sino el tema de la inflación. Precaución epistemológica, tal vez, pues como la realidad es básicamente incognoscible, decir tema alude un precinto racional y no la cosa en sí. ¡Quién sabe!
Carlos Raul Hernández
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Venezuela
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