Esa debería ser la función de los regalos que hacemos, los materiales y los intangibles, los actos de servicio y los aromas (ya los embotellados en delicados pomos de cristal, ya los provenientes de una cocina amorosa): recordarnos que existe la belleza.
Extiendo la mano y los dedos, yuxtapuestos, reconstruyen una de las más famosas obras de Klimt: El beso. El luminoso colorido del dorso contrasta con la sobria gamuza negra que recubre la palma. Mis guantes son, definitivamente, sofisticados.
“Se ajusta como un guante”, es la metáfora que suele emplearse para indicar que alguna cosa se ciñe perfectamente a otra. En este caso resulta efectivamente así: mis manos, largas y estrechas, manifiestan tantas desproporciones como otras partes de mi cuerpo. Sin embargo, los guantes parecen hechos para ellas que, otrora retratadas, imaginadas y encomiadas, acusan hoy el paso del tiempo y el trabajo realizado: son más útiles y menos glamorosas.
Vuelvo a contemplar los guantes.
Me los regaló Carleth, al final de una de esas tardes de berenjenales en que ambas nos metemos. Los veinte años que median entre nosotras no son óbice para que compartamos una adicción común: el trabajo. Nuestra amistad (¿complicidad?) comenzó cuando constatamos que, si enviábamos un mensaje a la una y media de la madrugada, este recibía respuesta de inmediato, prueba fehaciente de que la otra también estaba trabajando a esas horas. Poco a poco fueron emergiendo valores e intereses comunes, apuntalados quizás en el hecho de compartir un pasado tarbesiano.
Ella constituye una inspiración cuando flaqueo: es absolutamente disciplinada y lúcida, y más dinámica que yo. Sus berenjenales incluyen el haber fundado Venezuelan Press, la asociación de periodistas venezolanos en España, o el haber escrito un libro que recoge la historia de algunos de los jóvenes asesinados durante las protestas de 2017, y cuyas regalías fluyen hacia una fundación que apoya a los familiares de esas víctimas: 26 crímenes y una crónica: Quién mató a la resistencia en Venezuela.
Discretísima, a veces pienso que utiliza como combustible la energía de sus emociones contenidas, a diferencia de mí, que se me va la fuerza por la boca. Pero allí vamos. Los proyectos de cada una -los caseros y los importantes- incluyen cada vez con más frecuencia la participación y la presencia de la otra.
“Son igualitos a ti”, me dijo cuando me entregó los guantes inesperadamente, mientras tomábamos un café tras el recorrido por una serie de embajadas.
Contemplo mi mano enfundada y mido el impacto que los guantes tienen sobre mí en diversos alcances. El primero de ellos es el más frívolo, y está relacionado con el aspecto: vemos nuestro rostro solo cuando nos miramos en el espejo, pero vemos nuestras manos continuamente. Nos cuentan cosas acerca de nosotros mismos todo el tiempo. Me gusta la información que me dan sobre mí mis manos enguantadas.
A continuación pienso que no solo abrigan mis manos, sino también mi espíritu: me recuerdan que hubo alguien que los compró para mí, y que conoce mis aficiones, toda generosidad.
Y, seguidamente, emerge de mi memoria una frase memorable de Leonardo Padrón: “Te recuerdo que existe la belleza”. La soltó en una entrevista acerca de su Piaf, explicando, más o menos, que ese había sido el principal mérito del personaje durante la guerra: hacer presente con su canto lo más sublime en medio del horror. El enunciado me impactó tanto que lo rescaté y escribí un artículo completo en torno a él.
Y pienso que quizá esa debería ser la función de todos los regalos que hacemos, los materiales y los intangibles, los actos de servicio y los aromas (ya los embotellados en delicados pomos de cristal, ya los provenientes de una cocina amorosa): recordarnos que existe la belleza, esa que ponen en la áspera cotidianidad de nuestros días el afecto y la atención que los demás nos prestan.
Linda D´ambrosio
linda.dambrosiom@gmail.com
@ldambrosiom
@ElUniversal
Venezuela-España
No hay comentarios:
Publicar un comentario