La popularidad alcanzada por Wolfgang Larrazábal durante los meses de su desempeño como Presidente de la Junta de Gobierno, hizo que cediera a la tentación de aceptar la postulación a la candidatura presidencial, ofrecida por Jóvito Villalba, Secretario General del partido Unión Republicana Democrática (URD). El 4 de octubre del año 1957 su nombre fue presentado en la plaza pública por el entonces connotado dirigente de URD, Luis Miquilena. El 11 de noviembre renunció a la Junta y dos días después se oficializó su inscripción ante El Consejo Supremo Electoral. Para remplazarlo en el cargo fue designado al doctor Edgar Sanabria a quien correspondió completar los meses faltantes del mandato juntista. Así terminó el contralmirante los azarosos meses de su presidencia. Pudo sortear los obstáculos que se le presentaron en el camino gracias a un poco de suerte, al respaldo dado a su gobierno por los caraqueños, a la fragmentación de la corporación militar y a la unidad de las fuerzas políticas partidistas, dispuestas a defender en la calle el gobierno de transición encabezado por el contralmirante.
Las elecciones se realizaron el 7 de diciembre, resultando ganador el candidato de Acción Democrática, Rómulo Betancourt. Larrazábal obtuvo la victoria en la ciudad capital pero no así en el resto del país, donde la maquinaria electoral de AD hizo el trabajo de captar los votos a favor de su postulante. El resultado final fue: Rómulo Betancourt 1.284.092 votos; Wolfgang Larrazábal 903.479; Rafael Caldera 432.262. La abstención esa vez fue mínima, apenas el 8.4 % de la población habilitada para votar. El 20 de ese mismo mes Betancourt fue proclamado presidente electo de Venezuela y el 13 de febrero del año siguiente tomó posesión de su cargo.
Ese período constitucional de Rómulo (1959-1963) será sumamente calamitoso, fue en verdad el gobierno de las dificultades. Ningún otro, del tiempo de la democracia venezolana, fue víctima de tantas conjuras para derrocarlo como ése. Las insidias vinieron de muchos lados, pero principalmente fueron los miembros de la corporación militar los más activos conspiradores. A este respecto dice Alberto Muller Rojas, quien fuera General de División del Ejército: “desde el inicio del período constitucional de Rómulo Betancourt, se puede señalar que fue en las Fuerzas Armadas en donde se desarrolló la acción opositora más violenta contra la consolidación del nuevo modelo político (…) oposición que se había venido generando desde el gobierno transitorio en algunos sectores institucionales (…) adversos a la entrega del poder a los partidos políticos y particularmente contrarios a Acción Democrática y el Partido Comunista” (1989).
La ojeriza de los militares contra Rómulo Betancourt fue alimentada por una persistente campaña en su contra irradiada a lo largo de la dictadura pérezjimenista, que lo presentaba como un comunista agazapado, un peligroso enemigo de las fuerzas armadas, que albergaba el oculto plan de hacerlas desaparecer para suplantarlas por las milicias adecas. También se temía que Betancourt, en caso de convertirse en presidente de Venezuela, repitiera las sectarias políticas adelantadas por él en su primer gobierno y cayera el país otra vez en graves convulsiones internas.
Por eso fue que, antes de retornar Betancourt a Venezuela, luego de pasar varios años de exilio, el mando militar ya tenía pensado impedir su retorno. Agreguemos a esto la repulsa de los militares a someterse al poder civil, un factor por demás influyente en el comportamiento de ellos. Mediaba entonces, según vemos, un abismo inmenso entre el mundo corporativo militar y el mundo civil, representado por los partidos políticos. A los uniformados les resultaba repugnante que en la política del país participara la muchedumbre, el pueblo, la ciudadanía, las masas cultas o ignaras. Que se debatiera en las plazas y calles de Venezuela los asuntos de interés nacional. Ese espectáculo público, sin limitaciones burocráticos ni reglas disciplinarias, sin orden ni concierto, en un país desbordado desde los primeros meses del año 1958 por la discusión política abierta, diaria, con asambleas multitudinarias recurrentes, no agradaba para nada a los uniformados. Para ellos eso era bochinche, desorden, pusilanimidad gubernamental. Y lo políticamente correcto, según su criterio, era disciplinar el ambiente, aquietar a los revoltosos, acallar el vocerío, imponer el orden nacional, mismo orden instalado dentro de los cuarteles donde mandan sus comandantes.
La brecha que separaba a los integrantes de la corporación armada de los políticos que se abrían paso en el nuevo país venezolano era inmensa. Ambos agentes se trataban con mucho recelo, la desconfianza era mutua y aguda. Y no podía ser de otra manera. Demasiado tiempo tenían los militares venezolanos ocupándose de los asuntos que por naturaleza correspondían a los políticos; demasiadas agresiones, peinillazos, encarcelamientos, torturas, asesinatos habían sufrido estos últimos de manos de aquellos.
Y la verdad era que muchos militares de alto y mediano rango estaban dispuestos a desestabilizar el gobierno que recién se iniciaba, como lo demostrarán los acontecimientos de los meses venideros.
Así de incierto, así de peligroso se presentaba el panorama para el gobierno recién instalado. A sabiendas de ello fue que Betancourt procedió a inaugurar una nueva política respecto a la corporación militar, destinada a hacer de ella una institución profesional y técnica dedicada a la defensa de la nación y protección de la república y no a la defensa del gobierno ni al mantenimiento del orden interno, como había sido hasta ahora. A estos fines aprobó el gobierno una serie de medidas que contribuyeron a prestigiar la institución militar y a mejorar las condiciones socioeconómicas de sus efectivos integrantes. Entre estas tenemos: reconocimiento del carácter institucional de las FFAA, incremento de la partida de ingresos asignada a la institución, que alcanzó en el período 1959-1963 un promedio del 10% del presupuesto público; dotación de centros educativos para mejorar la formación técnica del componente; permisos para el acceso de los efectivos militares a las universidades; incremento del número de becarios para que asistieran a cursos de mejoramiento en el extranjero; incremento de sueldos del personal militar, además de financiamiento de viviendas y seguros médicos con cobertura familiar.
También designó Betancourt, al comienzo de su gobierno, en el Ministerio de la Defensa, al general Josué López Enrique, hombre culto y honorable. Luego, lo sucedería en el cargo el general Antonio Briceño Linares. Con todas esas decisiones esperaba el presidente serenar la inquina que, hacia su persona, hacia su partido y hacia su gobierno guardaban los uniformados.
De parte de Betancourt y su gobierno existía disposición sincera para profesionalizar la institución armada del país, pues su interés político estratégico era la creación de la república liberal democrática, la república venezolana moderna fundamentada en una Constitución democrática, con división y equilibrio de los poderes públicos, con instituciones honorables, reconocidas y respetadas por todo el país. Y en esta república los militares debían recogerse a sus cuarteles para poder cumplir a satisfacción la función que las leyes fijaban para ellos. A los militares correspondía ejercer la defensa nacional, nada de estar ocupándose de política, ni mucho menos de gobernar o defender gobiernos.
Pero no pudo el presidente mitigar la animosidad de la corporación armada hacia su gobierno y persona ni tampoco pudo convencer al sector militarista de abandonar para siempre sus planes conspirativos. Los zarpazos de estos contra el gobierno se fueron desgajando uno detrás de otro insistentemente. Cada año transcurrido con Rómulo en la presidencia las conjuras se multiplicaron. “Como lo testimoniara un altísimo oficial de la Armada, Betancourt debió hacer frente a no menos de veinte conspiraciones, la mayoría de las cuales fueron simples abrebocas y dos banquetes” (Manuel Caballero. 2004. P. 306). Pero abrebocas o banquetes, cada una generó su saldo trágico en la realidad de nuestro país.
(Continuará)
Sigfrido Lanz Delgado
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Venezuela
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