miércoles, 11 de noviembre de 2015

ANDRÉS HOYOS, ROSEBUD. LA MEMORIA HUMANA DESDE COLOMBIA

Casi todos los domingos salgo a la Ciclovía en Bogotá y a la altura de la calle 100 tomo hacia el sur por la carrera 15.

He visto ese letrero decenas de veces y otras tantas lo había olvidado, hasta que se me ocurrió cambiarlo de bolsillo e incluirlo en esta columna.

Los seres humanos tenemos una suerte de memoria RAM caprichosa que registra algunas cosas durante segundos o minutos, otras durante horas, muchas menos durante días o meses. Están, en una categoría aparte, los recuerdos que se nos alojan para siempre en la memoria como si hubieran sido impresos por un hierro candente de esos que se usan para marcar ganado. Una imagen poderosa de este fenómeno es la de Rosebud, el trineo de la infancia que Charles Foster Kane recordaba al borde de la muerte en Ciudadano Kane, la emblemática película de Orson Welles.

Hay personas capaces de reconstruir una vieja conversación con lujo de detalles y de recordar el color de la corbata que llevaba Antonio el año pasado cuando se lo encontraron en un restaurante. Otros, en cambio, no recuerdan haber ido al dichoso restaurante y mucho menos haberse cruzado allí con Antonio, encorbatado o no. Truman Capote, miembro famoso de la primera cofradía, no llevó libreta al visitar en prisión a los asesinos de la familia Clutter. Según él, tenía lo que se llama total recall, o sea, de memoria total, y A sangre fría, escrito sin notas, es prueba de ello. Einstein, miembro famoso de la cofradía contraria, decía que “la memoria es la inteligencia de los tontos”. Yo no iría tan lejos. La memoria contiene perlas, pero asimismo está llena de basura. Eso nos obliga a volvernos recicladores mentales ingeniosos.

Por mi parte, fui matriculado desde pequeño en la cofradía de los desmemoriados o, al menos, de quienes tienen una memoria en extremo caprichosa. No tengo idea con quién me crucé en qué restaurante el año pasado y ni siquiera suelo recordar cómo iba vestido o qué comí la semana pasada. En contraste, recuerdo el número de teléfono de la casa de mi infancia, demolida hace décadas para dar lugar a un edificio. Digamos, para ejemplificar, que si yo hubiera ido sin libreta a Holcomb, me hubieran salido unas diez o 15 páginas de impresiones varias, salpicadas con tal cual frase sentenciosa, y quizá habría decantado unas cuantas ideas interesantes para desarrollar luego. Nada más.

La importancia de los recuerdos no suele ser el principal factor que los hace memorables. Basta con que consideremos que un teléfono, una referencia o un argumento son importantes para que el malcriado que llevamos dentro a cargo de nuestra memoria los arroje a la basura. Este personaje del fuero interno, muy activo en los desmemoriados, hace limpieza sin paga y sin haber sido contratado y descarta lo que le viene en gana, no lo que nosotros le decimos.

Pese a que hoy contamos con multitud de instrumentos que memorizan por nosotros —el computador, el teléfono inteligente, el telepronter—, el mundo contemporáneo con sus bombardeos constantes satura nuestra memoria, porque la información disponible crece a un ritmo exponencial, mientras que nuestro cerebro sigue siendo el del cazador recolector, aunque mejor entrenado. Así, el arte de olvidar, que a mí se me da tan bien, se ha vuelto esencial. Claro, lo dice un envidioso de la memoria ajena.

Andrés Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com
@andrewholes

Colombia

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