EL MODELITO CHAVISTA
Así comenta el
vecindario cuando un ladrón es descubierto in fraganti cometiendo un delito. En
una situación así, se piensa que el pillo no tiene salvación, aunque pudieran
darse casos en que este, viéndose en apuros, descargue el objeto robado a un
lado y exclame “Yo no fui” o “Requísenme, pero eso no es mío”.
Ni más ni menos es lo
que estamos presenciando en el bochornoso episodio, uno más en la larga cadena
que tiene en su haber el señor Juan Manuel Santos. Su proceder es tan grave que
han resultado vanos y hasta ridículos los esfuerzos de sus escuderos por
liberarlo de toda culpa en el episodio de la financiación ilegal de sus dos
campañas presidenciales.
Las declaraciones de
Roberto Prieto, su gerente, lo dejan por el suelo, sin opción distinta a la
renuncia si en conciencia le quedase un resticio de decoro y de respeto por la
ciudadanía. El problema no es que unos millones de camisetas hayan sido o no decisivos,
como espetó Horacio Serpa, el escudero de Ernesto Samper en el escándalo del
“ochomil”, ni que con afiches o sin afiches de todas formas hubiese ganado la
presidencia en 2010 como dijo sin inmutarse el matemático Mockus a quien al
parecer se le extravió su brújula ética y quizás por ello no atinó que el
problema fue la financiación ilegal de la campaña Santos. Y claro, no faltan
los que todo lo miran desde un retrovisor que alcanza a gobiernos anteriores,
que remite a la culpa colectiva que diluye la falta en análisis soporíferos con
tal de echarle un salvavidas a quien se está ahogando en el mar de sus propias
sandeces.
La cuestión con Santos
no puede ni debe pasarse por alto, como si nada hubiese sucedido, como si fuera
verdad el “me acabo de enterar”, con que trató de autojustificarse y que en las
calles suscitó reacciones de rabia e ironías por su cinismo.
Lo de Santos es, sin
atenuantes, una forma de ser de la que él se ufanó y se sigue ufanando. No es
ni siquiera la del tradicional jugador de póker que arriesga y engaña con sus
gestos y miradas pero sin dar patadas ni esconder cartas. Santos, para recordar
la memorable caracterización que le hiciera Carlos Gaviria, es una persona a la
que “no han podido pillar diciendo una verdad”. Aunque él se ha encargado de
demostrar que esa no es su completa personalidad. Es una larga órbita desde la
organización fallida de un golpe de estado contra Samper y la financiación de
su campaña por Odebrecht, las mentiras de la paz y el desconocimiento de la
voluntad popular del plebiscito del 2 de octubre.
La lista de engaños,
mentiras, ardides, trampas, mañas y ya hasta delitos es tan profusa como para
no dejar dudas de que su problema es irremediable. Lo grave de todo ello es que
este señor, bien educado, adinerado, miembro de una de las más rancias familias
de la oligarquía cachaca y centralista que se cree dueña del país, con sus
procederes ha llevado a la nación a una situación deprimente, de caos
institucional, golpe de estado, sustitución de la Constitución, abolición de la
separación de poderes.
Las consecuencias del
desorden creado por el señor Santos son catastróficas desde cualquier ángulo y
en casi la totalidad de los aspectos. Hay que repetirlo porque no estamos
hablando del arroz que se le quemó o de un simple traspié. Se trata de temas
capitales para Colombia. Es la demolición sistemática de la confianza y la
credibilidad, no mucha por cierto, de un pueblo sufrido, aguantador, doliente,
generoso y trabajador.
Digan lo que quieran
los estudiosos de las “causas estructurales” del desastre institucional,
échenle la culpa a la clase política, a la política, generalicen, repartan la
culpa a tirios y troyanos, enmascaren a su dirigente, tapen su vergüenza por
haberlo apoyado refiriéndose a otros gobernantes. Pero no podrán tapar el
inmenso peligro que hoy encaramos: en la línea de sucesión caso de que se
obtenga su renuncia por presión ciudadana estaría el general Naranjo, el mismo
que asesoró la paz entreguista de La Habana y el presidente del Congreso, Lizcanito,
envuelto en más de un lío y acusaciones varias, como para decir, “peor el
remedio que la enfermedad”.
Y luego, el panorama de
cara a las presidenciales de 2018. Están dadas casi todas las condiciones
ideales, según Lenin y Gramsci, para que se produzca el “estallido
revolucionario”: división irreparable de las “clases dominantes”, vacío de
poder, crisis institucional, amplia desconfianza de la población en sus líderes
tradicionales y en sus instituciones, existencia de fuerzas que ya están
tratando, ni bobos que fueran, de aprovechar el momento para llamar a la
formación de un “gobierno de transición” o “alternativo” e idiotas útiles que
perteneciendo al establecimiento piensan que hay que darles su oportunidad.
¿Cómo no pensar en la
Venezuela de los noventa? Se podría repetir algo parecido? No tengo la menor
duda, eso puede llegar por la vía menos pensada y no tan dolorosa, en
principio. No sobra advertir que, los que nos dicen que eso no será posible,
son los que nos quieren meter como sea el modelito chavista.
Ruben Dario Acevedo Carmona
rdaceved@unal.edu.co
@darioacevedoc
Colombia
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