En los últimos
años, una preocupación ha venido tomando cuerpo entre muchas voces expertas: la
crisis en que se encuentra sumido, ese mundo diverso al que comúnmente se
agrupa bajo la categoría de “izquierda democrática”. Ella, aproximadamente,
incluye a socialistas, a la denominada centro izquierda, a socialdemócratas y a
otras corrientes similares.
Las razones que explican este fenómeno son
verdaderamente complejas. En distintas aproximaciones se repite, como
explicación y también como acusación, que no han sabido reaccionar a tiempo, a
los cambios que se han producido en el mundo. En una época donde los discursos
políticos se han radicalizado y se expresan bajo formas altisonantes, las
posiciones y modos de la izquierda democrática se han tornado, en alguna
medida, inaudibles e invisibles.
La caída del Muro de Berlín y el fracaso general de
los comunistas en Rusia y Europa Oriental -que dejó un horroroso balance de
muerte, violación de los derechos humanos, aniquilación de la libertad y un
escenario de economías devastadas-, produjo un efecto: obligó a una parte
considerable de la izquierda a tomar distancia y asumir posiciones críticas, a
veces muy severas. Pero no fue solo el inmenso campo de ruinas que dejó el
socialismo real tras su paso. También, la izquierda más apegada a los derechos
humanos, debió enfrentarse a otra problemática que, otra vez, la impulsó a un
distanciamiento político-moral de la ultraizquierda: la violencia guerrillera y
terrorista, a menudo mezclada con el narcotráfico y con otras prácticas
inaceptables como el secuestro, que fue el camino que tomaron grupos armados en
varios países de América Latina.
Configurada por el desencanto, luchando por cortar
cualquier vínculo que la asociara con las políticas de la muerte -el GULAG y
Sendero Luminoso compartían, a fin de cuentas, la lógica de la aniquilación de
la vida-, la pluralidad de la izquierda democrática dio inicio a una etapa,
aproximadamente desde los años ochenta, marcada por el intento de sintonizar
con las nuevas realidades que se habían instaurado durante los años en que el
comunismo de derrumbaba: el Estado de bienestar, el auge de la globalización,
la creciente influencia y poderío de las grandes trasnacionales en el planeta.
El ataque a las Torres Gemelas, agregó otro elemento significativo: empujó a la
izquierda democrática a alinearse con todos los factores, especialmente con
aquellos ubicados significativamente hacia la derecha, en su repulsa al
terrorismo del islamismo radical.
La irrupción de discursos basados en la identidad y en
el nacionalismo; la propagación de arengas y leyes que miran hacia el pasado;
la dificultad de los mecanismos de la democracia representativa para responder
a las convulsiones sociales; las corrientes del miedo que han penetrado a la
opinión pública, producto de los movimientos migratorios, de la violencia
racial y el terrorismo; el desarrollo cada vez más acusados de políticas
basadas en la disyuntiva de amigo-enemigo; la pretensión de la izquierda
radical de ejercer una especie de superioridad moral, según la cual todo aquel
que no sea afín a sus planteamientos es fascista; la multiplicación incesante
de discursos que no afirman sino que niegan y socavan la autoridad, el marco
legal, las instituciones, los partidos políticos y las figuras públicas; frente
a todas estas enormes corrientes, las izquierdas moderadas se han mostrada, en
lo esencial, sin capacidad de enunciar estrategias que aglutinen a los
ciudadanos.
A estas dificultades cabría añadir otras: a lo largo
de las décadas, no siempre supo conectar con los intereses de la mayoría.
Refiriéndose, en concreto, a la socialdemocracia, César Antonio Molina
escribía: “A la socialdemocracia, que tendría que erigirse como muro de
contención de los populismos de izquierdas, le queda por defender los derechos
humanos, la igualdad de género, la libertad individual, los servicios públicos,
el trabajo digno, el futuro de los jóvenes. Es decir: proteger al individuo
frente a cualquier tipo de agresión política o económica y también
tecnológica”.
Un análisis posible necesario, debería preguntarse con
cuánta diligencia y eficacia reaccionó la izquierda moderada a la dictadura de
los Castro, a la violencia homicida de Ortega-Murillo, y de Chávez y Maduro. O
ante las corruptelas de los Kichner o de Lula, o ante las pretensiones de Evo
Morales de gobernar Bolivia por los siglos de los siglos. Que la izquierda
democrática se encamina hacia un punto cada vez más improbable de la política,
lo sugieren dos hechos. Uno, lo que ocurre en España: el PSOE no se atreve a
formular una firme política anti dictaduras en América Latina, porque sus
posturas las dicta el temor a Podemos. Esta ausencia de compromiso con lo real
se reproduce en los moderados que, sobre Venezuela, proponen dialogar con un
poder que desprecia y burla toda forma de intercambio que no sea reprimir y
perseguir.
Hay quienes sostienen que las izquierdas, democráticas
o no, han sucumbido a la tentación de lo políticamente correcto. Se han vuelto
especialistas en recusar o denunciar lo que otros dicen. A quienes se asumen
como izquierdistas y demócratas, les apasionan las precisiones. Más que
proponer lineamientos para la política real, han asumido el papel de
comentaristas. Mientras tanto, el espacio público se polariza, las dictaduras
se hacen más siniestras, la lucha se intensifica, sin que la izquierda
democrática muestre alguna capacidad para afrontar estas realidades.
Miguel H Otero
@miguelhotero
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