La
celebración de las fechas navideñas ha sido una tradición que varía según el
país de que se trate, de acuerdo con su
particular estilo de vida, cultura, y mayor, o menor religiosidad.
Es
cierto también que en la época contemporánea, signos importantes de influencia
comercial se han apoderado de las celebraciones, e impregnan las mismas según
la capacidad económica de las familias en general, y de esa manera se veía en
cualquier rincón de nuestro país algún símbolo (austero, o exagerado) en cuanto
al uso de adornos, arbolitos y pesebres; fiestas para compartir alegrías, y la
comida típica de nuestras navidades con la expresividad característica, y única
de los venezolanos.
Pero
haciendo abstracción del hecho puramente económico, hay que advertir que en el
caso venezolano, desde el más encumbrado ciudadano, hasta el más humilde,
siempre tuvimos ocasión de acercarnos a la navidad con espíritu festivo;
amoroso, y de concordia entre semejantes. Era el tiempo del reencuentro
familiar, y la celebración en casa para compartir alegrías, las hallacas de la
abuela, la madre, o la esposa en sana y fraternal competencia.
Era
el tiempo de compartirlo todo, y del perdón; era la invocación del espíritu
cristiano para renovar la fe en quienes somos creyentes, y tiempo también de
concordia general para los no creyentes. Tiempo para la meditación, y la
renovación de los mejores propósitos (no siempre cumplidos a cabalidad), pero
hechos desde el corazón como lugar sagrado en donde nace lo mejor del
sentimiento de todos los seres humanos.
Era
inmensa la felicidad de compartir y reencontrarse con familiares y amigos a quienes,
por la distancia de sus lugares de habitación, o trabajo, no se les veía a lo
largo del año, pero recompensados por la explosión de emociones y sentimientos
en la seguridad de que confundidos en un abrazo sincero todo lo malo se
desaparecía como una obra divina que aseguraba la continuación afectiva en el
tiempo.
Muy
gratos recuerdos de las misas de aguinaldo en nuestra adolescencia que durante
varios días anunciaban la llegada, el nacimiento de nuestro señor Jesucristo,
que todos los muchachos, y también los adultos celebrábamos con absoluta
fraternidad en cada ciudad, o pueblo de nuestro país. La emoción por los
estrenos de la ropa, y zapatos, pero sobre todo, la redacción cuando niños de
la carta al niño Jesús para pedir los regalos y juguetes de nuestros más
íntimos deseos. Tiempos maravillosos.
Hoy
ya no es lo mismo; hoy nuestra gente es un amasijo de pobreza, resentimiento, y
desesperanza. Llenos de odio por el engaño vil, y la utilización abusiva de la
fe y la paciencia de los ciudadanos por parte de un gobierno insensible, que a
lo largo de 20 años ha sido incapaz de redimir a una sociedad que –en mala
hora- confió en su palabra. Tiempo de inseguridad; violencia; pérdida de
valores republicanos; impunidad; corrupción, e hiperinflación desatada y sin
control.
Hoy
los venezolanos somos la cara desfigurada de un país secuestrado y colonizado
por el mal. Antes fuimos una sociedad desigual, pero sin odios; convivíamos en
un país que aun con problemas sociales, económicos, y políticos (incomparables
con el cáncer de hoy), ofrecía oportunidades de acceso a una buena educación
hasta el nivel universitario para todo aquel dispuesto a formarse. Con una
economía solvente, y paz social.
Hoy
somos un rostro feo, y desagradable. El comunismo militarista, ladrón y cobarde
de Chávez-Maduro nos convirtió en una de las sociedades más pobres, tristes, y
desesperadas del mundo. No es fácil, pero renuevo mi fe e imploro a Dios por el
reencuentro de los venezolanos. ¡Feliz navidad!
Román
Ibarra
@romanibarra
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