Se
cumplen en estos días complejos, difíciles pero promisorios de cara al futuro
para la relación colombo-venezolana, 30 años de una experiencia cardinal que
duró una década y que puede ser considerada como un hito destacado, si no el
mayor, de lo más fértil, próspero, sincero y ejemplar de nuestra vida en común.
Ese
esfuerzo monumental, convertido en modelo por tantas naciones, se inicia en
febrero de 1989 con el gobierno de Carlos Andrés Pérez y sucumbe
definitivamente, aunque en teoría siga hoy vigente, en 1998 con la llegada al
poder de Hugo Chávez.
Los
tiempos, los personajes y sus biografías, las circunstancias históricas, habían
cambiado drásticamente de curso; los eventos y las influencias políticas, las
agendas, la voluntad de los protagonistas y sus intereses, dieron un vuelco
traumático a una relación de por si dramática, atormentada e inconclusa,
epiléptica, que para sorpresa de muchos transitaba una luna de miel fecunda y
sostenida.
A
brincos de carreta cargada de prejuicios, sobre caminos empedrados propicios al
asalto y a la demagogia, transcurre la narrativa más llamativa, explotada y
vendida, de nuestra relación bilateral desde el momento en que en 1830, y desde
antes también, roto ya hace tiempo el cordón umbilical con la Madre Patria,
desterrado y muerto El Libertador Simón Bolívar terminaba el sueño de La Gran
Colombia.
Comienza
con ese peso en las alforjas nuestro andar de adolescentes huérfanos en
búsqueda de un borroso destino que nombran “libertad”, definiendo difusos
territorios y calculando y dividiendo entre tres, deudas acumuladas en un
pasado de herencias ganadas o perdidas en ese trajinar de epopeya polvorienta
que dejó la guerra por la Independencia.
Y
así, matrimonio que se divorcia con bienes, apuros y descendencia acumulada,
con el fin de aclaratorias, definiciones y dictámenes, Colombia y Venezuela,
discuten sin cesar y no pudiendo precisar soluciones por sí mismas, acuden a
jueces de España (1891) y de Suiza (1922), quienes en definitiva deciden a su
real saber y entender sobre bienes y asuntos de repercusión tan íntima para
nosotros y de significado tan distante para ellos, dejando herida abierta,
sensación de despojo en una de las partes, en una relación que desamparada de
progenitores y de hospicio, anduvo luego al garete en mano de caudillos
militares entre tensiones y acercamientos inconstantes. Nada permanente; todo
transitorio.
Por
fin, después de más de un siglo de intensa controversia, se firma en Cúcuta, el
Tratado entre Venezuela y Colombia sobre Demarcación de Fronteras y Navegación
de Ríos Comunes, el 5 de abril de 1941, como si eso fuera definitivo y
suficiente, asestando trunco desenlace al litigio y dejando de este lado de la
frontera un sabor amargo que aún no se quita. Habrá que ver. Pendientes.
Pero
los tiempos cambian, para mal, para bien, y es así que ambos países a través de
sus gobiernos inician una etapa, un paréntesis optimista, que dura hasta bien
entrados los años 60, en el que la preocupación central es ahora el
descubrimiento y reconocimiento de la realidad binacional fronteriza en toda su
diversidad y riqueza, que se dispersa entre lo sublime, lo mezquino y lo
terrible que ocurre en esa inmensidad de gentes y geografías que se concentran
y multiplican en esos 2.219 kilómetros que miden nuestros límites.
A
manera de ejemplo nada más, téngase en cuenta el Informe de la Misión del Banco
Interamericano de Desarrollo (BID), que aún guarda vigencia, ordenado por los
Presidentes democráticos de Venezuela y Colombia, Rómulo Betancourt y Guillermo
León Valencia, a través del Acta de San Cristóbal, el 7 de agosto de 1963,
producto de la reunión que sostuvieran en esa importante ciudad venezolana.
Y
vuelven a variar las brújulas en nuestra relación y surge en una nueva etapa,
otro paréntesis: el de la riqueza petrolera ubicada en el Golfo de Venezuela
como polo de atención prioritario del interés colombiano sobre Venezuela.
Detrás del ángel de la pretendida soberanía se esconden y actúan oscuros
intereses. El desarrollo y la atención de los pueblos de la frontera queda
nuevamente al garete.
Ahora
la política partidista invade el antiguo papel de los negociadores y las
conversaciones secretas o privadas sobre el tema de la delimitación de las
áreas marinas y submarinas ocupa ahora espacio de primera página en todos los
medios de comunicación. El Golfo de Venezuela se convierte, aquí y allá, en
tema electoral, en asunto de política interna, de opinión pública. Las
cancillerías enfrentan perplejas nuevos retos.
Luego
de jornadas inconclusas, que duran casi 30 años, por definir de común acuerdo
áreas marinas y sub marinas colindantes al norte de la península de La Guajira,
es que Colombia intenta, no pudiendo llevar a Venezuela a terceras instancias,
por la fuerza, imponer una posición testaruda e inaceptable y por mano propia,
segunda herida abierta, sobre la soberanía venezolana ahora en su Golfo
histórico y vital. En ejercicio de esas peligrosas arremetidas en áreas sobre
las cuales Venezuela ha ejercido inmemorial y definitiva soberanía, conocida
con el nombre del “Incidente de la Corbeta Caldas”, es que estuvimos a punto de
una guerra en agosto de 1987. En este sentido, el nombre del Presidente Jaime
Lusinchi, debe ser recordado con orgullo y el de Virgilio Barco también pues al
borde del abismo decidió a tiempo, dar marcha atrás.
Así,
pasaron dos años y sorpresivamente, luego de un largo silencio, Colombia y
Venezuela con la firma del Acuerdo de Caracas, el 4 de febrero de 1989, a
través de sus Presidentes Barco y Pérez, hombres de frontera, escogen el camino
de la paz y de la integración e inician una nueva etapa de construcción con
propósito en común a través de un modelo decisional, el de las Comisiones
Presidenciales Binacionales de Negociación y de Integración Fronteriza, aún
puesto en práctica en muchos países de la región por los éxitos alcanzados.
Bajo
los principios de “Conversaciones Directas” y “Globalidad” nunca antes desde
1830 y por tanto tiempo sostenido, habíamos producido tanto en común,
intercambiado sueños, energías, comercio, ideas, proyectos, vuelos; diluido
conflictos, involucrado a tanta gente y oído sus necesidades, salud, educación,
cuencas hidrográficas, negocios, puentes, caminos, fe en el porvenir, debate,
participación, democracia.
Los
problemas existían, sí, pero tenían solución, tenía que haberla y se la buscaba
y ejecutaba coordinadamente. La política y los políticos de ambas naciones
acompañados por sus fuerzas armadas y sus fuerzas desarmadas, la diplomacia y
la cultura entre ellas, estaban allí y se resolvían las tensiones, se lograban
acuerdos, se abrían caminos. Todo aquello, para los que tuvimos el honor y la
suerte de vivirlo en carne propia, sigue siendo inspirador y llena de
esperanzas.
Pero
con la llegada de Chávez al poder todo cambió para mal y en Colombia le
siguieron el juego a sus tropelías. El foco de nuestras atenciones se desvió,
se desvirtuó, por salir como fuera, a no importa qué precio, de un estigma que
atraviesa la garganta de Colombia y no la deja respirar tranquila desde hace
más de medio siglo: La Violencia, la guerra, la guerrilla y sus vínculos con el
narcotráfico.
Allí
comienza una rutina de chantaje bilateral. “Yo me hago de la vista gorda con
tus tropelías a cambio de que me ayudes y te conviertas en comodín y cómplice
de mi juego, acercándome a los hermanos Castro para que las FARC inicien,
concluyan y firmen unos diálogos de paz allá en La Habana, bajo la sombra
paternal de Fidel Castro, que es tu mentor, padre ideológico y con quien
compartes el líquido amniótico común del mar de la felicidad. Para ello te
nombro “mi nuevo mejor amigo”.
La
paz se firmó, se recibieron honores, reconocimientos, murió Chávez, se despidió
Santos. La guerra sigue por otros vericuetos y realidades, ahora también es
nuestra, vecinos internos. El post conflicto nos invade.1998-2019: Veinte años
funestos.
Pero
hoy se asoman luces que hacen ver que el péndulo que marca el tiempo de
nuestras relaciones está llegando al fin de una etapa, cruda, ruin, perdida.
Aires de renovación y cambio se expresan, se asoman, se requieren y acompasan
sobre todo en lo político, y si todo ello se concreta, como parece ser, la
relación colombo-venezolana deberá asumir su reto y su responsabilidad que
tendrá por necesidad que tener un alto contenido humano y social incontestable.
Aunque
ya no seamos los mismos, el instrumento de aquellas Comisiones Presidenciales
de Negociación y de Integración Fronteriza, debe ser renovado por supuesto a la
luz de nuevas realidades que son críticas, prioridades humanitarias que son
nuevas, actores necesarios, circunstancias políticas distintas, tendenciias
económicas, peligros evidentes y carencias de toda índole que constituyen el
campo de cultivo de nuestros adversarios más próximos: Los enemigos de la
Democracia.
Su
capacidad estructural, su modelaje, sigue vigente, y el mecanismo debe ser
reactivado, ampliado, aprovechado nuevamente, incorporando angustias,
necesidades y propuestas que este nefasto paréntesis de oprobio hizo retroceder
en siglos lo que era y volverá a ser una ambición con logros de progreso con
ciudadanía, de democracia con derechos humanos y crecimiento económico, temas
que están en el tapete de nuestras voluntades, compromisos y deudas. La
transición ya comenzó, promovamos juntos y desde ya el nuevo desafío
colombo-venezolano.
Leandro
Area Pereira
@leandroarea
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