En
1998, un demagogo poderoso pudo llegar a la presidencia de Venezuela por la vía
del sufragio universal, directo y secreto. Una democracia madura, la clase
media y sus élites culturales, políticas y económicas, no resistieron el
encanto de un mensaje que convocaba a una refundación republicana. Jorge
Olavarría fue uno de ellos. Y a título de la amistad que entre nosotros existía
y al respeto intelectual que le tenía, en una ocasión le pregunté: Jorge, ¿por
qué el país creyó en Chávez? Y para mi sorpresa, que esperaba una explicación
argumentalmente estructurada y con alambicadas analogías históricas,
sencillamente me respondió, “es que Chávez nos dijo de forma muy elocuente lo
que queríamos oír.
No
es extraño que un líder político le diga a la gente lo que desea escuchar.
Sucede una y otra vez, y una y otra vez muchas personas les creen. Lo que sí
llama la atención es cómo una parte muy significativa de la inteligencia
venezolana, de sus medios de comunicación, de sus formadores de opinión, de sus
notables, se hayan decantado por la opción del trepidante comandante. Un vasto
consenso se enseñoreó en la Venezuela de entonces. Cierta cobardía cívica se
hizo presente. También el cálculo crematístico y el acomodo circunstancial.
Pero lo más terrible fue la casi absoluta abdicación de la crítica, salvo las
excepciones de siempre que confirmaban la tendencia general.
Hoy,
más de 20 años después, se ha conformado una nueva hegemonía política
constituida por las víctimas depauperadas del enorme y trágico fracaso del
socialismo del siglo XXI. Pero está ocurriendo algo semejante a lo que
aconteció en su oportunidad con el fenómeno de Chávez, esta vez salpicado con
elementos más virulentos dada la extensión del efecto de las redes sociales. El
odio y el resentimiento engendrado tras dos décadas de abusos imponen la agenda
de una parte de esta nueva hegemonía, lo cual tiende a deformar la realidad. La
tarea de exterminio de los partidos políticos y de la propia acción política
adelantada por el gobierno y por poderes facticos aliados a la oposición, lleva
a la población a estar expuesta a una prédica maximalista, extraviada.
Las
plataformas comunicacionales disponibles, nos mantienen más informados pero no
mejor informados. Una suerte de verdad editada circula como moneda corriente.
Cada quien se atrinchera en su posición y los algoritmos de esta peculiar
tecnología amurallan las percepciones ya instaladas y prescriben selectivamente
los contenidos de los mensajes para proteger las opiniones preexistentes de
otras influencias a objeto de que las mismas no cambien. La intolerancia es el
anti cuerpo. La reflexión se desdibuja, se consumen las informaciones que
llegan sin sentido de inventario. Se rechaza lo que tenga visos de disonancia
respecto a las corrientes de opinión que se han hecho dominantes.
En
ese contexto la labor de la conducción política en el seno de las fuerzas
democráticas en Venezuela sucumbe ante el empuje de la inmediatez. El
voluntarismo sustituye el análisis objetivo. No importa si se frustran
expectativas, se crearán rápidamente otras nuevas, elevando cada vez más la
apuesta. Mientras más delirante sea lo que se propone mejor suena al oído de
públicos cautivos. Nuevamente se abdica del espíritu crítico por temor a perder
los aplausos. Los líderes políticos, como si fueran celebridades del
espectáculo, se convierten en rehenes de sus audiencias. Un fenómeno altamente
peligroso.
Afortunadamente,
hay densos sectores de la población que conservan la sindéresis. Existe una
porción de la opinión que ha podido resistir la extorsión que ejerce lo que se
considera políticamente correcto por parte de los sectores fanatizados, que
aunque tienen un importante volumen, están lejos de constituir la totalidad del
espectro nacional. Una reciente encuesta de la prestigiosa empresa Datincorp
revela que casi el 60% de los venezolanos está a favor de una salida negociada
a la actual crisis política y solo un 26% está de acuerdo con una eventual
invasión militar extranjera, un golpe de Estado o una rebelión civil. Lo que se
creía que era una mayoría inclinada hacia escenarios de violencia, la verdad es
que no era ese el criterio que prevalecía de la opinión pública, sino
simplemente el criterio de cierta opinión publicada.
Es
evidente que ese 26% de la opinión que desea salidas de fuerza, que no es poca
gente, pero mucho menor en comparación a la corriente que apuesta por
soluciones pacíficas y electorales, sin embrago está mejor organizada,
estructurada y se proyecta con gran agresividad comunicacional. Es un segmento
minoritario, pero con mayor determinación y activismo político en el mundo de
las redes sociales. Tiene capacidad de extorsión moral sobre las personas o
grupo de personas con opiniones divergentes y con frecuencia puede hacer que
una parte del resto del espectro se pliegue hacia sus posiciones por la
ausencia de un liderazgo articulado que se atreva a desafiar las corrientes
extremistas en el ciberespacio.
Por
el lado del gobierno, su interés es desinformar, confundir y alentar a los
sectores fanatizados para llevarlos al escenario del uso de la fuerza, en donde
la superioridad del oficialismo es notable. Sabe, como decía Michael Corleone
en la novela “El padrino”, que el que odia a su enemigo se le nubla el juicio.
Pero También comete muchos errores. Se mueve con mensajes voluntaristas, como
el de apresar a Guiadó cuando llegara al país, o falsamente arrogantes, cuando
desafía a los EE.UU como el ultimátum de las 72 horas a su cuerpo diplomático
para abandonar Venezuela. Esas cosas, dichas para no ser cumplidas, le mellan
mucho la credibilidad entre su base social y política y lo exhibe con enorme
debilidad.
A
la ruta de “cese a la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres”
se le atribuyeron los poderes de un conjuro, que solo por invocarlo, crearía
instantáneamente una nueva realidad. Lógicamente no ha sido así. Los hechos
ponen en evidencia el fin de la estrategia de desenlace relámpago. El
transcurrir del tiempo pesa demasiado. La oposición consume fuerzas y capital
político, mientras el chavismo que se creía desahuciado, resiste y acumula cada
día un día más al frente del gobierno, lo que por sí solo y a la luz a los pronósticos
iniciales, parece una victoria.
Está claro que a Maduro, a pesar de mantener
los hilos del poder en sus manos, se le hace cada vez más difícil la tarea de
gobernar, sus esfuerzos se concentran en sobrevivir. Por su parte, a Guaidó,
parece que se le agotó el repertorio. El devastador apagón nacional
desestabilizó más a la oposición que al oficialismo. Lo patriótico y
responsable es sentarse a negociar, los sectores democráticos poseen buenas
cartas para ello. El país está siendo triturado y se desliza sobre un plano
inclinado.
Pedro
Elías Hernández
@pedroeliashb
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