No
fueron siete las plagas que, por intermediación de Moisés, el mismísimo Dios le
infligiera a los egipcios, con el propósito de que el faraón liberara y
permitiera el éxodo del pueblo hebreo. Fueron diez en total, a pesar de lo que
el sentido común suele asegurar invariablemente, bajo la forma del adagio
popular: “A ese pobre país le han caído las siete plagas de Egipto”, se dice en
la actualidad, casi siempre haciendo referencia a Venezuela, una ex nación que,
hasta la llegada al poder del llamado chavismo, gozaba de la mayor pujanza
económica y de una envidiable estabilidad política y social, con un desarrollo
cultural y educativo de los más altos en la región, amén de su privilegiada
situación geográfica, del encanto de sus paisajes y de sus incalculables
riquezas naturales. En 1498, al llegar a suelo venezolano, Cristóbal Colón la
bautizó como “Tierra de gracia”. Y, en efecto, hasta hace veinte años, y desde
que las plagas del cartel chavista –literalmente– la devoraran, Venezuela era
considerada por el mundo como Il più bel segreto dei caraibi.
El
verbo apercibir es un verbo transitivo. Significa hacer saber a alguien las
sanciones a las cuales se expone. En derecho procesal se habla de apercibir
cuando un juez emite una comunicación a alguna de las partes implicadas en un
proceso judicial para advertirla de las consecuencias que acarrearía su
incumplimiento. Se trata de una advertencia, un llamado de atención, un
exhorto, que se hace a la luz de la conciencia. Los verbos transitivos expresan
la acción –precisamente, el tránsito– del sujeto sobre su predicado, es decir,
sobre su objeto. Es por eso que Kant define la apercepción trascendental como
el tránsito –el “lazo”, dice Kant– que posibilita la unidad del sujeto y del
objeto. Ese “lazo”, ese actus, es el movimiento de la conciencia consciente de
sí misma, de la autoconciencia, el “Yo pienso que debe poder acompañar todas
mis representaciones”, la unidad de la sustancia con el sujeto. Una de las
páginas más sublimes de la filosofía kantiana.
Según
el segundo libro del Pentateuco, que lleva por título Éxodo, Moisés, en nombre
de Dios, apercibe al faraón para que libere al pueblo judío. De no hacerlo,
Dios iría sucesivamente aumentando las sanciones con grandes pestes contra los
dominios del faraón. El lector avisado se encuentra ahora, mutatis mutandi, en
pleno cese de la usurpación. Y, en efecto, la primera de aquellas plagas fue la
transformación del agua en sangre, a la que, ante la persistente soberbia del
faraón, seguirían la de las ranas, los piojos, las moscas, el exterminio del
ganado, las úlceras en la piel, la lluvia de granizo y fuego, las langostas y,
las dos últimas: la llegada de una tiniebla tan densa que podía sentirse su
presencia física, y, finalmente, el arribo del “ángel exterminador”, que
acabaría con la vida del hijo primogénito del faraón, el heredero del dios
Horus, el galáctico. Como podrá observarse, todas las opciones estaban sobre la
mesa del apercibiente. El resto es historia conocida. El mar se abrió y el
pueblo judío conquistó la libertad y reconstruyó su nación.
Todo
en Venezuela ha sido deliberadamente puesto al revés. El país que fue es, ahora
mismo, ruina circular, laberinto de espejos, precipicio en reverso sin fondo
visible: un “mundo invertido”. Mientras lo que va quedando de país productivo
usa la cabeza para caminar, quienes usurpan el poder político usan los pies
para pensar. Los fanatismos son asunto de cuidado. Por lo general, invocan
pomposos ideales que conducen directamente al callejón sin salida de los más
bajos y perversos apasionamientos, en manos de la inescrupulosa canalla. De la
luz sólo quedan sombras, de las aguas solo sed y pestilencias, del alimento
excremento, de la paz la guerra, del moralismo la corrupción, del justicialismo
el crimen organizado, del purismo de la verdad el engaño, del triunfalismo la
derrota, del comunitarismo la egolatría, del instruccionismo la incompetencia.
El Estado se ha hecho negocio privado y los negocios privados asunto de Estado.
Entretanto, los mercenarios asumen la función de las langostas, de los sapos,
de los piojos, de las moscas. La “Venezuela potencia” ha terminado en la más
miserable, triste e impotente de las Venezuelas históricamente existentes.
Tiembla, y hay fuego y granizo. Una desgracia. Creencia y entendimiento se
contraen y dilatan, proyectan su reciprocidad, hasta hacerse espejismos,
ficciones, el uno del otro, mientras van trastocando sus roles de continuo para
poner siempre de nuevo en evidencia su correspondiente –correlativa–
bancarrota. Las manos del entendimiento abstracto están teñidas de la sangre de
las víctimas que brota del manantial de los fanatismos.
Quizá
la peor de todas las plagas, la que ha dejado las mayores secuelas y, al mismo
tiempo, las renovadas premisas que retroalimentan la viscosidad de su eterno
retorno, haya sido la de las tinieblas que va dejando a su paso el populismo,
esa vil enfermedad que puede palparse en cada niño que fallece de inanición, en
el rostro de las madres que van perdiendo a sus hijos, en la angustia y la
desesperación del día a día para poder sobrellevar el peso de una vida que hace
tiempo dejó de serlo. Es tan tragicómico el populismo en Venezuela que no ha
necesitado ni de los castigos de Dios ni de las apercepciones de Moisés: ellos
mismos han hundido al país en terribles plagas. El populismo chavista es la
muleta de quien hipoteca su voluntad para que alguien –el “gran líder”–, a
quien considera mejor que él, la dirija a su antojo. Es el padre que, de vez en
cuando, pone la electricidad o el agua, envía la cajita de alimentos, desprecia
la educación y la cultura, asfixia las universidades y el desarrollo del saber,
otorga una generosa pensión para poder comprar menos de seis huevos al mes y
permite el ingreso del enfermo a un hospital sin recursos para que pueda morir
“en paz”. El populismo es la negación de la luz del conocimiento y de la
libertad, ese que deja la puerta abierta al gran negocio del narcotráfico, que
corrompe el cuerpo y el espíritu de la sociedad hasta los tuétanos. Y cuando la
incompetencia y el rentismo parasitario comienzan a dar sus primeros frutos,
cuando todo falla y nada alcanza, entonces inicia la retórica de la expiación.
Surgen las iguanas, los francotiradores, los ataques electro-magnéticos, la
“guerra económica”, los “enemigos del pueblo”. El “pueblo”, ese vasallaje de
los narcotraficantes. Venezuela como nación no es más que la triste fachada de
la Cuba castrista. Es una satrapía. La enfermedad populista ha colocado las
premisas. Y cuando todo se ha invertido, la apercepción ya no es la premisa
sino el resultado de las tinieblas.
José
Rafael Herrera
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