Se han cumplido tres meses desde que Juan Guaidó juramentó como presidente interino de Venezuela. Es poco tiempo, pero a estas alturas parece una eternidad desde que se pasó del júbilo inicial a la sensación de que, una vez más, se ha alcanzado el estancamiento de un impasse que provoca, cuando menos, melancolía.
Guaidó, que es joven y trasmite una serena energía en medio de la zozobra general, se muestra diligente en su difícil papel de animador del bloque opositor, dispuesto en todo momento a echarle un pulso a un gobierno empeñado en aferrarse al poder a costa del sufrimiento de los venezolanos.
Sin ir más lejos, ha convocado una gran concentración el próximo 1ro de mayo como parte de lo que denomina Operación Libertad. Es consciente de que el tiempo juegue en su contra, temiendo que se enquiste el estatus quo de la desesperanza y pierda fuelle el impulso de aquellas primeras semanas, cuando abundaba el entusiasmo del respaldo internacional y el apoyo contundente de Washington, que en aquel entonces proclamaba que “todas las opciones” estaban sobre la mesa.
Lejos quedan las imágenes del mega concierto en Cúcuta y la entrada triunfal de Guaidó pocas horas antes de que fracasara el intento de ingresar en Venezuela la ayuda humanitaria cuya entrada impidieron las milicias chavistas. Desde entonces el líder de la oposición —así como su esposa Fabiana— no ha descansado en giras internacionales en las que ha encontrado la buena voluntad de mandatarios que apuestan por la democracia en el país sudamericano, pero los gestos no bastan frente a la aplastante maquinaria del régimen de Nicolás Maduro.
El pasado jueves el encargado especial de Estados Unidos para asuntos de Venezuela, Elliott Abrams, reiteraba en Washington que la oposición venezolana no está sola. Sin embargo, su discurso guerrero se ha diluido a lo largo de estos tres meses. Ya no es el tono resuelto que da por liquidado al chavismo, sino la búsqueda de caminos alternativos que consigan, de algún modo cuasi mágico, que se produzca una fisura en el entorno de Maduro.
En esta ocasión Abrams, que ha sido uno de los artífices detrás del impulso a Guaidó, invitó a la cúpula del partido oficialista a que juegue un papel en la “reconstrucción” del país, admitiendo que hay espacio para los adversarios; señaló la importancia de que haya un ejército profesional al servicio del Estado de Derecho; y recalcó que sin una economía abierta Venezuela no podrá salir del atolladero y prosperar.
Se trata de sugerencias sensatas dirigidas a un grupo que hasta ahora ha hecho oídos sordos a todo lo que se parezca a un modo racional de gobernar. Y sin duda lo más destacable de este mensaje es el ramo de olivo que el representante de la administración Trump le tiende al gobierno de Maduro: podrían participar del cambio y formar parte de la vida política de la nación, con la oportunidad de jugar limpio en las urnas.
A estas alturas es evidente que Washington (y muy probablemente la oposición interna) sabe que el chavismo sólo se desmontaría desde dentro en una suerte de implosión si se llegan a producir resquebrajaduras o traiciones al más alto nivel. Por las palabras de Abrams, se desprende que la oposición está a la merced de hechos que escapan a los encomiables esfuerzos de Guaidó y los opositores que lo acompañan en este éxodo por el desierto.
Una vida mejor se ha convertido para los venezolanos en el sueño de una tierra prometida. Ese oasis de estanterías llenas, hospitales en buenas condiciones, medicinas al alcance, comida sobre la mesa, agua potable para calmar la sed, bombillas encendidas, paseos sin sobresaltos, respeto por los derechos humanos, es por ahora un espejismo inalcanzable en un país donde unas 5,000 personas huyen a diario en busca de refugio. El chavismo es una maldición bíblica. @ginamontaner
Gina Montaner
@ginamontaner.
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