El viaje de la señora Bachelet a Venezuela la obligó, por la fuerza de las circunstancias, a constatar que entre comunismo y fascismo -en su caso entre Maduro y Pinochet- la única diferencia radica en los nombres de los sistemas, mas no en sus métodos de represión.
Le habla una lituana, Jurate Rosales, de 90 años de edad. Cuando llegué para radicarme en Venezuela en el año 1950 y explicaba a los venezolanos que no existía diferencia alguna entre fascismo y comunismo, porque había vivido bajo ambos regímenes y había visto que sólo se distinguían en que unos asesinaban en hornos de gas y los otros con campos de exterminio en Siberia -nadie me creía. Los venezolanos necesitaron padecer los 20 años de comunismo chavista para, por fin, convencerse de que el sistema instaurado mancomunadamente por Fidel Castro y Hugo Chávez en América es tan mortífero como lo fueron los de Hitler o de Pinochet. Porque en materia de represión, cárcel y asesinatos, discrepancia no hay y nunca la ha habido. Sólo que cada uno se disfraza con otra etiqueta. En criollo se diría que era y es “el mismo musiú con diferente cachimbo”.
Uno de los signos más delatores de los miedos que sufren los torturadores es que en ambos casos se obvia una norma que era respetada hasta por el antiguo imperio romano: el delito es individual. Los hijos y la mujer de un acusado no pueden ser condenados. Pues ni el comunismo, ni el fascismo de Pinochet jamás han respetado algo que sigue siendo una norma jurídica desde por lo menos dos mil años.
Basta mencionar dos ejemplos de los que el primero me ha tocado personalmente y el segundo es parte muchas veces comentada, de la vida de Michelle Bachelet. En mi caso, mi padre fue arrestado por los comunistas en Lituania, torturado y allí desapareció. Mi madre, con mi hermana menor y yo, fuimos incluidas en las listas de deportación a Siberia. Si en mi caso evité, siendo todavía niña, ese destino donde la mayoría morían, fue porque mi madre, al existir contra nosotras una orden de deportación, cuando de noche vinieron a buscarnos, saltó con sus hijas por una ventana trasera, corrimos y nos escondimos. En el caso de Michelle Bachelet, en Chile, su padre fue arrestado, torturado y murió preso, mientras que su madre y ella fueron arrestadas y torturadas. En ambos casos, como puede verlo, sólo cambia la etiqueta política. Lo demás es idéntico.
Me dicen que ahora estando en su cargo de Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y de reciente visita a Venezuela, durante el encuentro con los familiares de presos políticos, Michelle Bachelet lloró al escuchar los relatos de las torturas. Ignoro si es cierto o no, si se le aguaron o no los ojos. Pero de ser así, observo que uno no llora por el otro, siempre lo hace por su propio sentir y en el caso de Michelle Bachelet me pregunto si no era por darse cuenta de un error de percepción de toda su vida.
Creo que le queda a Michelle Bachelet (después de haberse desempeñado como primera mujer presidente de su país, dos veces electa para ese cargo en cuyo desempeño logró un porcentaje de aprobación récord para cualquier mandatario) dar el paso definitivo en su brillante carrera forjando el sello de cierre definitivo a la mayor desgracia mundial del siglo XX y principios del XXI: la absurda división política mundial creada por la intromisión del comunismo.
En vez de complementar la ominosa lista de nombres iniciados con Stalin, Mao y Pol Pot (asesinos de millones de seres humanos) y todos los dictadores “rojos” en Asia y Europa, complementada por los también asesinos como Castro y el Ché, terminando con los recientes y actuales dictadores venezolanos, con ella misma incluida históricamente en ese grupo debido a su trayectoria ideológica, es probable que la vida misma le haya deparado a Michelle Bachelet el rol de la justiciera que pone fin a la desgracia. Su actual cargo que, por definición es mundial, y cuya jurisdicción abarca a absolutamente todos los países del mundo, o sea los que están en la ONU, le permite iniciar el camino de cierre de las desgracias que plagaron ese mundo en los últimos cien años y que no eran otras, que la tenaza del comunismo y fascismo.
Nos encontramos actualmente delante de un nuevo peligro, también mundial, como lo es el criminal uso de la cibernética para diseminar las “fake news” y torcer la voluntad electoral de los pueblos. Es cuando más urge extirpar de raíz las mortíferas secuelas de dos grandes movimientos asesinos, como lo son el comunismo y el fascismo. El destino colocó a una mujer en el lugar más universal para emprender esa tarea. Falta que dé la talla.
Como Jurate, vuelvo a dirigirme directamente a Michelle: mi padre fue el secretario general del partido de gobierno en la Lituania independiente de la preguerra, cuando ese país era una nación próspera, pacífica y democrática. El suyo era embajador de Chile en Washington y luego desempeñó uno de los más altos cargos en la administración chilena, en uno de los países más adelantados en aquel momento de Suramérica. Sin embargo, casi desde niñas, ambas hemos vivido con el peso de ver la célula familiar destrozada y tener que reivindicar y vengar al padre.
Su brillante trayectoria la colocó en el lugar exacto para poner punto final a los millones de caminos que como el suyo y el mío destruyeron vidas y núcleos familiares en dos universos antagónicos, los que hoy se ve, siempre fueron idénticos por las demoníacas aplicaciones de “razón política”, cárcel, tortura y asesinatos.
No es posible continuar con mortíferos errores que marcaron varios continentes y han sido fuente de enormes sufrimientos de millones de personas. La tarea que la espera, Michelle, es titánica e histórica. Le deseo fuerza y suerte.
Jurate Rosales
@RevistaZeta
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Directora de la Revista Zeta, columnista en El Nuevo País con la sección Ventana al Mundo. Miembro del Grupo Editorial Poleo.
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