Estamos llamados a cuidar a los más frágiles de nuestra sociedad. Hay realidades que no podemos admitir y no basta con rechazarlas. Los derechos humanos están siendo cada día más conculcados pues las torturas, los asesinatos, el uso indiscriminado de la fuerza para intimidar, secuestrar, encarcelar y…la muerte, no pueden ser el norte de nuestra sociedad. El vil asesinato del joven capitán de la Armada sacude las fibras de toda la ciudadanía. No puede ser que el silencio de los miembros de su propio cuerpo y de quienes tienen por oficio el acompañamiento espiritual de los mismos no aparezcan. A diario crece el número de madres y esposas que se acercan a nuestras parroquias y a los servicios de justicia y paz, a desahogarse y pedir ayuda para saber el paradero de sus seres queridos, que son llevados de forma arbitraria por agentes uniformados. Pareciera que surgen escuadrones de la muerte como en los tiempos más abyectos de los regímenes nazi y soviético.
Ante ello, surge también la “debilidad”, “la fragilidad” con la que no pocos ciudadanos usan las redes para soltar denuedos a troche y mocha según las inclinaciones preconcebidas para disparar contra quienes consideran sus enemigos. El anonimato, el uso del seudónimo y los laboratorios de basura mediática, son la mejor arma para manipular, distraer y generar conductas que lo único que propician es mayor odio y desprecio de la vida de los demás. El Papa Francisco nos señala que el vigente modelo del éxito y privatista lo que hace es hacer más frágiles a los lentos, débiles o menos dotados para que puedan abrirse camino en la vida (véase, “la alegría del Evangelio”, 209-210. “No nos hagamos los distraídos. Hay mucho de complicidad…muchos tienen las manos preñadas de sangre debido a la complicidad cómoda y muda” (211).
Venezuela parece una nave a la deriva, sin rumbo cierto y sin la sindéresis que requiere el momento. Es el mejor caldo de cultivo para la desesperanza, la desilusión y la parálisis. Como ciudadanos y como creyentes tenemos la obligación de poner en alto que nuestra primera misión es el rescate de la dignidad, de la vida, de la paz interior y exterior que nos permita vivir sin zozobras ni sobresaltos innecesarios.
Hay que cultivar mucho más el sentido comunitario que no nos convierta en creernos los mejores y no aceptar sino a los que piensan y actúan como uno mismo. Cuando se habla de unidad como exigencia para la superación de las crisis, no se está diciendo que hay que claudicar de los principios y los valores. Hablar, conversar, negociar es un camino arduo, difícil, que hay que agotar aunque estemos convencidos de que el otro es un malandro o un sin entrañas. La racionalidad tiene que ser superior al deseo de la confrontación a la fuerza que no produce sino mayores heridas y muertes.
La fragilidad, producto de la poca formación crítica, que todo se lo traga, que sigue cualquier consigna sin el discernimiento que nos ayude a separar la paja del trigo, nos convierte en veletas movidos por los intereses de los más vivos, y respondemos sin querer a sus requerimientos.
“Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza de la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo de hacer el bien” (La alegría del Evangelio 57).
Card. Baltazar Porras
@bepocar
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