También me cuento en el número de los que ameritaron hospitalización. Engroso la cifra de quienes fueron atendidos en la UCIR y, finalmente, formo parte de quienes fueron dados de alta. Así las cosas, mi caso no resulta en absoluto excepcional. Pura estadística. ¿Qué justifica, pues, que dedique estas líneas a reflexionar en torno al asunto?
Para empezar, deseo expresar mi gratitud a la doctora Sarah Heili Frades, Responsable de la Unidad de Cuidados Intermedios Respiratorios, y al doctor Felipe Villar Álvarez, Jefe Asociado del Servicio de Neumología del Hospital Universitario de la Fundación Jiménez Díaz. En particular, agradezco al doctor Villar su capacidad de escucha, su atención a lo que a mí me preocupaba, y su buena disposición para mantenerse comunicado con mi familia y darle parte de la evolución de mi caso.
A su lado intervino un auténtico ejército de médicos, celadoras, enfermeras... De todos ellos no tengo más que cosas favorables que decir. Quizá por la fase en que me acompañaron, mantengo presentes a Eva, Sally, Estefanía, Silvia… y a Yosimar, una joven compatriota de los Valles del Tuy, a quien le tocó alimentarme con sus propias manos. Gracias.
Agradezco la presencia cotidiana de quienes velaron a mi lado a través de la distancia con una lealtad única, y reconozco particularmente la fortaleza de dos personas que se vieron en una situación similar a la mía: la locutora Corina Valeria Gatti y mi compañera de habitación: Olivia Inostroza. Ellas alimentaron mi esperanza, tanto mediante la entereza con la que atravesaron por sus propias dificultades, como a través de sus esfuerzos para mantenerme consciente y animada.
Dicho esto, quisiera hacer algunas observaciones respecto al Covid-19. Lo primero, lo obvio: es una enfermedad que se supera. En mi caso disfruté de las bondades de la que posiblemente sea la mejor sanidad pública del mundo, pero también lo han superado personas a quienes les han ofrecido oportunos cuidados médicos en Venezuela.
En segundo lugar: si no hay otros factores de riesgo asociados, es menos probable contraer la enfermedad o que esta curse con complicaciones.
Pero, sobre todo, deseo referirme al impacto de la responsabilidad individual en un asunto de seguridad colectiva.
Me ha tocado estar atenta a la evolución de la pandemia desde el minuto uno de la crisis. Al igual que la mayor parte de los habitantes de China, mi hija se encontraba viajando con motivo del Año Nuevo cuando se desató el pánico en enero pasado. La odisea para regresar a su casa en la provincia de Zheijian, una de las más golpeadas por el coronavirus, me llevó a seguir de cerca las severas medidas de control implementadas para frenar la rápida expansión de la enfermedad en ese país, en momentos en que no sabían ni a lo que se estaban enfrentando.
Pese a las críticas, hoy el coronavirus es apenas un mal recuerdo para la mayoría de los habitantes de China. Su estrategia ha sido eficiente para poner coto a lo que efectivamente constituía una amenaza.
Mientras tanto, y a pesar de la evidencia, hay en nuestro entorno quienes ignoran las recomendaciones oficiales ¿Puede el individuo exponer al prójimo al riesgo de contagio aduciendo que salvaguarda sus derechos individuales? Considero justificada cualquier medida llamada a proteger tanto a los propios ciudadanos como al sistema sanitario, sobre todo si pensamos que no todos tienen la suerte de vivir para contarlo.
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