El abuso de las palabras desde los centros de poder trae consigo el que nosotros, sus receptores, sintamos que los mensajes carecen de sustancia, de fuerza, de convicción y de veracidad
Si algo he aprendido a lo largo de estos 33 años de oficio como escritor, es acerca del poder de las palabras. Su portento se pierde de vista. Es más, toda una vida no alcanza para sortearlo en una obra ni para aprehenderlo en toda su magnitud. Si estuviésemos conscientes de esto utilizaríamos cada palabra como quien agota con celo una fortuna, y prestaríamos más atención a lo que decimos y escribimos. Me asombra, eso sí, cómo en nuestro contexto las palabras son lanzadas al aire como si nada, de la manera más irresponsable, sin sopesarse ni por un instante las consecuencias que todo esto trae a nuestras vidas.
Los hombres de mi generación no cabemos del asombro cuando en la calle escuchamos calificativos que para nosotros representaban afrentas, y que hoy se han trivializado de tal forma, que han perdido toda su connotación y fuerza. Que se nos endilgara el calificativo de marica, por ejemplo, era una ofensa tal que aquello terminaba en golpiza. Hoy los jóvenes (indistintamente del sexo y de sus preferencias) se dan ese trato como parte de un canon, que implica aceptación grupal y, más que un agravio, camaradería. Para nosotros una mentada de madre significaba el súmmum de los insultos, y eso no se podía dejar sin dar o recibir el respectivo castigo. Hoy la gente se mienta la madre en medio de risotadas y el emisor y el receptor lo asumen como parte de la idiosincrasia.
En el ámbito político las palabras son agotadas hasta el extremo de dejárseles desnudas y sin su esencia. En este país (y quizá en toda América Latina) el más abyecto de los populismos ha abusado tanto de palabras como pueblo, patria, democracia, socialismo, derechas, izquierdas, libertad, elecciones, constitución, respeto, usurpación, cese, fraude, presidente, diputado, ministro, constituyente, escuálido, enchufado, y paremos de contar, que ya no representan lo que la lengua castellana dice de ellas, hasta perder fuerza, carácter y significado entre nosotros.
Cuando las palabras se emiten sin que haya plena correspondencia entre pensamiento y acción, caen en el abismo, se hacen huecas como cascarones, y quienes las recibimos nos empalagamos tanto con ellas, que terminamos agotados en medio del estertor de la náusea.
La lengua es un organismo vivo y como tal se enriquece o empobrece, pero indiscutiblemente cambia con el tiempo. El castellano barroco para nosotros es ininteligible y el de hoy lo sería quizás para nuestros antepasados. Empero, hay reglas y normas que buscan denominadores comunes entre quienes hacemos uso de ellas para comunicarnos y entendernos. Pero más allá de las normas estamos los usuarios de la lengua y nuestra responsabilidad frente a ella y nuestro tiempo histórico. Si banalizamos el lenguaje más temprano que tarde caeremos en una suerte de Babel, que intentará por la fuerza de las circunstancias un caos que daría al traste con la unidad social, territorial y continental.
La lengua es el punto de encuentro entre los ciudadanos y el lenguaje es su expresión cultural. El abuso de las palabras desde los centros de poder trae consigo el que nosotros, sus receptores, sintamos que los mensajes carecen de sustancia, de fuerza, de convicción y de veracidad. Entre la verdad y la mentira, el creer o no creer, la realidad o la ficción, nos mecemos en nuestro día a día, pero nada es ad infinítum. Todo tiene su término. Y tarde o temprano el día de la verdad llegará para asombro de muchos.
Ricardo Gil Otaiza
rigilo99@hotmail.com
@GilOtaiza
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