Un amplio sector de la clase política considera que la cultura es un lujo, algo para una suerte de cofradía de iniciados que, por poseer eso que consideran cultura, miran con desprecio a quienes no pertenecen a esa elite. Apoyar la cultura sería equivalente a perder votos. Tan sólo que la cultura dista de ese errado concepto.
La cultura es el esfuerzo que hacen los humanos para ser cada vez más humanos. Dicho de otra manera, para ser cada vez menos animales. Aunque no faltan quienes miran de reojo a la clase política, no hemos de sostener, como pretenden algunos, que la política, en tanto procura apoyarse en la cantidad, está en la escala opuesta al quehacer cultural que busca la calidad.
No podemos creer que la política sea lo opuesto de la cultura. Si la cultura es el esfuerzo de los humanos por devenir más humanos, lo opuesto equivaldría a afirmar que la política tiene como propósito hacer que la humanidad sea cada vez más animal, lo que a nadie escapa es un despropósito. Cantidad y calidad son perfectamente compatibles. Así lo demuestran los grandes clásicos de todos los tiempos.
Lo que es urgente comprender es que la política y la cultura se proponen metas afines y complementarias. Mientras al político le toca resolver los problemas más urgentes que afligen a la comunidad, lo que requiere sentido práctico y sentido común, la cultura coadyuva a lograr esas, soluciones desde perspectivas de mayor alcance, ya que, si la cultura en el sentido anotado se expandiese a toda la comunidad, esos gravísimos problemas dejarían de existir, o serían mucho menores.
El tema cultural pasa por la convicción de la capacidad perfectible de la especie, su capacidad de alcanzar niveles de comprensión, de racionalidad y de tolerancia que harían que las metas urgentes de la política- seguridad, salud, educación - fuesen menos apremiantes. No debemos, empero, confundir a una persona educada (los políticos suelen serlo) con una persona culta. El educado
mantiene lo aprendido dentro de un plano instrumental; la educación es un medio, no es un fin. La cultura, en cambio, es un fin en sí misma. Se trata de volcar energía a la persona humana, esto es, a toda la persona humana en un afán, de elevación espiritual.
Amar la cultura es fundamentar la política sobre bases sólidas, una meta crucial de la democracia, como diferente de la demagogia, que pretende decir lo que más plazca, aunque se aparte de la verdad.
En tal sentido, la cultura es un antídoto para ese tipo de devaneos, que tarde o temprano siempre terminan mal. La cultura pone límites a los nacionalismos exacerbados, que conducen a los grandes fracasos. Al ejercicio omnímodo del poder, que intoxica a los incultos porque carecen de la noción de sus propios límites. La cultura enseña: “La diversidad de los hombres viene de la cultura, no de la naturaleza” (Arturo Uslar Pietri).
No se puede ser culto y déspota al mismo tiempo. Por eso los despotismos han perseguido a la cultura. Aquí pensamos en el gobernante democrático, amante de la libertad, no sólo la propia sino también la ajena. Toda conducta ética, más allá de que se consciente o no, importa un actitud cultural.
En Venezuela la cultura siempre ha sido lo que viene después de todo lo demás, la trágica cenicienta olvidada que en algunas ocasiones sirve para engalanar el palacio del poder local. El desprecio por la cultura que ha marcado mucha de la vida de los sectores dirigentes del país, tanto en la órbita pública como en la privada, se puede traducir fácilmente como un desprecio hacia el país como unidad humana.
El proceso creador es transformación y alberga una actitud de cambio que expresa al individuo o al conjunto social que le genera. Aún más: la creación es una condición de devolver al hombre su condición humana, ya que es allí, donde se dirime el destino de la humanidad.
Sixto Medina
sxmed@hotmail.com
@medinasixto
Miranda - Venezuela
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