La idea de vivir sin calidad, luce incomprensible Son múltiples las razones que ayudan a entender la veracidad de tan hipotético absurdo. O sea, de vivir sin calidad. Aunque en realidad, existen situaciones que se dan a la luz de vivencias para las cuales no hay calidad. Es decir, sin calidad de ninguna índole. O con una calidad menguada, o servida por cuotas.
Al rechazar la lógica que provee la identidad al individuo tanto como a la sociedad en su totalidad, es de suponer que se estaría reconociendo la “imperfección” como símbolo de vida. Tan patética consideración, lleva a inferencias que traducen gruesas contradicciones capaces de fracturar la vida en su trascendencia, en su vigorosidad. Y esto, es difícil aceptar por cuanto el ser humano nació para imprimirle sentido y concreción a sus fantasías.
Y la condición que resulta de la “imperfección”, en ningún momento, va a prestarse para coadyuvar al ser humano en sus trances hacia estadios de desarrollo. Éstos, totalmente válidos y legítimos. Particularmente, en el fragor de sistemas políticos construidos a la luz de la democracia (en el plano político) y del liberalismo (en el económico).
Pero analizada esta realidad desde la perspectiva de la política, la situación en cuestión adquiere un aire de complejidad toda vez que lo que está de bulto, por encima de toda contingencia o coyuntura de sensible incidencia, es la calidad. Calidad en el tiempo, calidad en la organización, calidad de los procesos indistintamente de su naturaleza. En fin, calidad de vida. Entendiendo que “calidad de vida” implica el reconocimiento de la libertad. De la libertad en términos de la existencia humana y sus vinculaciones.
Sin embargo alcanzar esos niveles en que impera la calidad como condición de existencia humana, no es asunto de sencilla comprensión. Menos de fácil consecución, pues sus realidades están atiborradas de variables de complicada composición. Esto, por razones y consideraciones de engorrosa deducción. Más aún, cuando forman parte del juego de la política. Especialmente, de la política cuyas apuestas intentan ganarse con el auxilio maniobrado de la banalidad, la perversidad o de la anomia que procura generarse para beneficio de sus rapacidades.
Por eso toda ideología nacida en la confluencia de tan pérfidos pecados políticos, termina animando -desde sus entrañas fácticas- todo lo recurrente respecto del ocio. Pero del ocio entendido, nocomo tiempo para ser desperdiciado desde la inactividad pestilente e intrascendente. Aunquesí,del ocio comprendido como espacio de libertad para motivar la creatividad hacia estrados de desarrollo. O de libertad para hacer cualquier cosa que concilie capacidades con potencialidades. Aunque entre una y otra acepción, se establece un rango de ambigüedad del cual se sirve la política del conjuro para hacer proselitismo de malsano contenido e intención.
Precisamente, en la mitad de tan comprometedoras acepciones, en el juego de imposturas e insidias en el que se interna la política a consecuencia de desviaciones que se infiltran en la ideología de la cual derivan sus proyectos, emergen criterios que buscan ajustar de modo encubierto cuantas posibilidades pueda. De tal forma que así logra justificar medidas que tienden a habilitar el ocio como un “derecho social y cultural”. Pero que en su manejo por desarrollarlo como iniciativa, se atreve a revestirlo del tinte político que segregan necesidades que mejor se adecuan a intereses no revelados. Disfrazados de cuanta excusa sea conseguida en el curso de acontecimientos que circundan las realidades que favorecen el hecho político en solapado proceso. Se consiguió así, la mejor manera de motivar una población a sumirse en el ocio.
De esa manera, en el terreno de la pandemia del Covid-19, es que pueden verse a tantos venezolanos, atrapados en el ocio (infructuoso).
Antonio José Monagas
antoniomonagas@gmail.com
@ajmonagas
No hay comentarios:
Publicar un comentario