sábado, 1 de agosto de 2020

MIBELIS ACEVEDO DONÍS, CRIMEN DE INCONGRUENCIA

Una de las tensiones que, lejos de resolverse, se agudizó en Venezuela a santo del desempeño de la revolución bolivariana, fue la que prevalecía entre el discurso democrático y la praxis política que de él se deriva. Naturalmente, no olvidamos que el ascenso de Chávez se produce en el marco de la crisis de la democracia liberal y representativa; del colapso del sistema de partidos y sus secuelas, ese “desencanto democrático” que se traduce en anomia, en abstención. El deterioro del ejercicio político, el oportunismo, la opacidad, el caudillismo dentro de organizaciones donde se imponía la “ley de hierro de la oligarquía” desembocó en desconfianza respecto a instituciones que garantizaban la reproducción del sistema, acabó agusanando sus bases. ¡Ah, menudo crimen de conquista malbaratada!

La democracia imperfecta –una cuyo potencial de regeneración fue abortado por el asalto populista- terminó brindando trampolín para verdugos y cuervos que se empeñaron en no ver en ella ni viabilidad, ni dote, ni concordancia entre promesas y resultados. Según Chávez, rey del pathos discursivo, el sistema “olía mal”. Toda virtud trocó así en pecado. “¡Puntofijismo!”, se encajó con ánimos de demonizar el pacto de élites y endulzar la ruptura por venir. Lo que obtuvimos a santo de esa mudanza, no obstante, fue el ingreso al peor de los mundos. Esto es, el ricorsi, fin de una etapa de estabilidad excepcional en nuestra historia republicana; el revocamiento del proyecto de modernidad que, a contravía de la sarta previa de autocracias, tuvo lugar entre 1958 y 1998.

No se trata de desligar el avance del outsider, insistimos, del malestar que desde finales del s.XX se gestaba en el seno de una sociedad desintegrada, con expectativas cada vez más distantes de las motivaciones del liderazgo tradicional. Pero también habrá que admitir que la brecha entre lo que preconizó esa supuesta democracia “participativa y protagónica” y lo que se impuso por vía de los hechos, habilitó una distorsión todavía mayor: una autocracia de nuevo cuño, un régimen híbrido presto a usar, facultar, estirar, contraer o descartar la institucionalidad democrática, según conviniese. Un sistema de dominación flexible, Fernando Mires dixit, que vampiriza a la democracia, que se apalanca en la ilusión de la relación directa caudillo-masas y cuyo aggiornamento apela a los rasgos de la era post industrial.

La demolición de la democracia en nombre de la democracia, de la política a manos de la política, en fin, es paradoja con la cual lidiamos desde entonces.

Así, frente al titánico afán des-democratizador, frente al blindaje de un Leviatán mucho más burocrático, centralizador, opresivo y excluyente que el que antes se fustigó, todo indicaba que el mejor salvavidas era -¡es!- aferrarse con uñas y dientes a los escombros de esa enteca cultura política que dejó el Ancien Régime. Un reto en medio del éxtasis revolucionario, pues los espejismos que urdía la copiosa renta hicieron ver en el “Socialismo del siglo XXI” una panacea para males endémicos como la pobreza y la desigualdad. ¿Cómo poner a competir a la desteñida sociedad abierta con logros que parecían depender de los atributos del hombre fuerte?

Hubo forcejeo, sin embargo: entre idas y venidas, una oposición tan tenaz como seducida por la fragmentación luchó por esquivar las trampas de la “Hamartia”, el error fatal, la pifia del héroe trágico. Ese ethos democrático en desventaja pero comprometido a seguir respirando, ponía en evidencia la no-correspondencia entre lexis y praxis que emanaba desde el poder: “si no estás conmigo, estás contra mí”… “al enemigo, ni agua”. Gracias a la cooperación -no perfecta, pero funcional- que cristalizó en la MUD, no sólo pudo remontarse la asimetría, dar nuevo impulso a los partidos, perfilar una alternativa creíble. También se logró moderar el autoritarismo endógeno, tumor que nunca ha dejado de importunar. El triunfo electoral de 2015 premió con creces la consistencia estratégica.

Desde entonces, y como por obra de la agonía de “los que fracasan al triunfar”, la ansiedad pareció desbancar a la paciencia estratégica. Al revés de lo que aconsejan figuras ligadas a procesos de transición –promover la convergencia, crear coaliciones amplias y robustas, pues un movimiento democrático debe ser inclusivo- y frente a los intentos del régimen por desalojar la lógica política de la ecuación, sectores opositores han ido cediendo ante la carnada de la autocratización. La regresión identitaria es evidente. El contraste con un modelo que preconiza la visión unilateral y hegemónica del poder, la épica heroica sustituyendo a la lucha agonista, la negativa a aceptar la duda, la gestión civilizada del conflicto o a integrar la diferencia para formar un “nosotros” plural, luce cada vez más desleído.

La vieja incongruencia no sólo persiste, sino que prospera entre quienes, sumidos en la atomización, están especialmente obligados a pensar-hablar-actuar según valores democráticos. La resistencia interna -más poderosa que la externa, afirma Fernando Henrique Cardoso- sufre así los bandazos de la escisión. Cabría preguntarse si la supervivencia contra todo pronóstico del régimen autoritario, de algún modo se registra y admite como referente de “buen hacer”… si así fuese, eso ayudaría a explicar la dificultad para procesar las alertas hechas respecto a una estrategia postiza, ajena a la índole de una oposición institucionalizada y que no exhibe hasta ahora logros ni diferenciadores útiles.

Ante el sofisma de que se debe “dejar la democracia para después”, que el talante criminal del adversario anula la naturaleza política de la disputa, conviene reflexionar. Entrar en el laberinto de la despolitización nos deja inermes; y replicar la transgresión que combatimos tampoco ayuda. Atribuirse el monopolio de la representatividad, insistir en tesis resbaladizas como la de la continuidad administrativa, por ejemplo, y reducir la expresión plural de un parlamento elegido por más de 14 millones de venezolanos a la porción que contempla adecuar la norma democrática, es otra contradicción. Al margen de lo que se decida en torno a la participación en elecciones, lo razonable será no traicionar la convicción, aparejar el decir y el hacer para que la brega común no acabe trágicamente deslegitimada.

Mibelis Acevedo D.
mibelis@hotmail.com
@Mibelis

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