Desde la muerte de Juan Vicente Gómez, en diciembre de 1935, hasta finales de la primera década del siglo XXI –con los avances y retrocesos del caso- la extensión y variedad de esas capas intermedias mostraban los principales cambios registrados en la nación. El reparto de la renta petrolera apuntó en gran medida hacia el fortalecimiento de la educación, la capitalización de los recursos humanos, el saneamiento del ambiente, la mejora de la salud pública, el fomento de la pequeña y la mediana industria, y la cristalización de una extensa red de actividades en las cuales los profesionales liberales, los técnicos y los pequeños y medianos productores del campo y la ciudad, ocupaban un lugar prominente.
Las clases medias percibían suficiente ingresos que las dotaban de capacidad de ahorro para dinamizar una amplia gama de actividades comerciales e industriales. Cito como meros ejemplos la construcción de viviendas familiares y de centros comerciales, entre otras edificaciones; la industria del turismo, aviación, gastronomía y hotelería; la industria automotriz; la del calzado, textil y confección. Se convirtió en un principio económico y social admitido, que una economía prospera si es impulsada por una compleja diversidad de grupos sólidamente arraigados con capacidad de exigir a gran escala distintos tipos de bienes y servicios. Si la demanda abandona los cotos cerrados de grupos privilegiados y se universaliza.
Venezuela -con tropiezos, desde luego- avanzó dentro de ese modelo hasta que las perversiones del estatismo desmedido, el colectivismo y la corrupción e incompetencia que siempre acompañan el socialismo, se hicieron patentes.
Durante la era de Nicolás Maduro, las franjas intermedias de la población han ido languideciendo. Así queda demostrado en los estudios de Encovi, Consultores 21 y otras encuestadoras y centros de investigación. Perdieron toda capacidad de ahorrar y activar la economía a través de la demanda y la generación de empleo asociada con esta. La pandemia del covid-19 lo único que ha hecho es agudizar el deterioro, iniciado en 2013 cuando los precios del crudo comenzaron a descender de la cima donde se habían encaramado. Los irresponsables del régimen creyeron que el movimiento ascendente de esos valores sería permanente. Inspirados por esa fábula, se dedicaron a destruir la industria y la agricultura nacional, y a ensanchar la panza del Estado expropiando empresas productivas e incorporando una clientela, que creció al mismo ritmo que los precios de los hidrocarburos descendían en los mercados internacionales.
El resultado de los disparates perpetrados durante años, es que encontramos una nación desmantelada, donde la inmensa mayoría de las personas apenas obtienen ingresos para cubrir el costo de la canasta alimentaria. Los más afortunados logran ganar dinero para satisfacer los requerimientos nutricionales y consumir los bienes y servicios de la canasta básica, que además de los alimentos abarca vivienda, salud, educación, transporte y recreación. Las clases medias fueron sustituidas por una categoría de grupos a los que podemos llamar no pobres. Ganan para sobrevivir en medio de la adversidad, pero con una calidad de vida en continuo declive.
En la actualidad no puede hablarse de clases medias en el sentido tradicional. La contracción de la economía es tan severa y la regresión en la distribución del ingreso tan aguda, que el abismo entre los grupos sociales resulta oceánico. Hemos involucionado al período final de la tiranía de Juan Vicente Gómez, cuando Venezuela era una nación semifeudal –como la llamó Rómulo Betancourt en el Plan de Barranquilla- en la cual existían unos minúsculos sectores medios integrados básicamente por la burocracia del Estado gomecista. El resto eran artesanos muy humildes, campesinos arruinados y el proletariado que trabajaba en los campos petroleros
Lo que se ve en la actualidad es un pequeño núcleo de venezolanos que logró ahorrar en divisas, o que las obtienen por las labores que realizan o por las remesas que reciben del exterior. Alrededor de 15% de la población. Esas capas poseen la fuerza financiera suficiente para mover las ventas en los bodegones del este de Caracas y de algunas ciudades donde ese tipo de comercios se han establecido. Pueden mantener activos algunos cuantos restaurantes que reparten comida a domicilio. Pero, se encuentran muy lejos de poder sacudir los escombros que aplastan la economía nacional. Con ese minigrupo no es posible reactivar las industrias más grandes, conducidas a la quiebra mucho antes de la pandemia y de las sanciones internacionales.
Para que el país vuelva a contar con actividades dinámicas -como la construcción privada, la fabricación, ensamblaje y venta de vehículos automotores, el turismo interno y hacia el exterior, o la venta en volúmenes significativos de ropa y zapatos- se requiere que considerables sectores sociales demanden esos bienes. De ese ideal nos hallamos muy lejos. Mientras Nicolás Maduro ocupe Miraflores, operará una fuerza centrífuga que hará que Venezuela sea lanzada cada vez más lejos del desarrollo, la modernidad y la civilización.
Los no pobres ya no son ni media clase.
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