En
ese sentido, el estudio publicado en 1950 -y que Adorno emprendió junto a Max
Horkheimer y los colaboradores del Grupo de Berkeley- introdujo un precioso
referente no sólo para psicología social sino para la sociología política.
Valiéndose de categorías usadas por Freud y Fromm, y detectando tendencias que
se movían entre el antisemitismo, el etnocentrismo, el conservadurismo
político-económico y el fascismo (escala F), los investigadores intentaron
demostrar que las convicciones de un individuo “componen a menudo una pauta
amplia y coherente, como amalgamada por una “mentalidad” o “espíritu”, siendo
esta pauta expresión de tendencias profundas de su personalidad”.
Al
establecer la relación entre una serie de actitudes con una determinada postura
política, se iba configurando un retrato de la psique del individuo sensible a
las ideas totalitarias y antidemocráticas. El estudio nos remite así a un
pensamiento que se da en términos jerárquicos, rígidos y estereotipados. Se
trata, nos dice, de personas dominadas por el resentimiento y el prejuicio, que
rechazan aquello que hermanan con “lo débil”. Usualmente idealizan a padres
estrictos, reprimiendo la hostilidad contra estos, y son proclives a la
simplificación deliberada de la realidad o a su cancelación. Asimismo otorgan
un valor exagerado al éxito, al orden y la fuerza; desestiman la subjetividad,
la imaginación; tienden a proyectar sus propios impulsos y no toleran opiniones
críticas. Hablamos de un estado mental ganado por la convicción de que la
obediencia, la sujeción a la autoridad, más que útiles, son absolutamente
necesarias.
Con
todo y las críticas que recibió por su presunto sesgo metodológico, el estudio
de marras sigue aportando buena carne a los debates de nuestro tiempo,
apremiado por la irrupción de liderazgos que embisten contra una democracia
siempre expuesta, siempre contingente e inacabada. Una espina parecida a la que
mortificaba a quienes veían en el nazismo un aviso digno de precauciones, no
deja de hincarse hoy en día. Historia magistra vitae. Los hechos demuestran que
naciones incluso provistas de una vigorosa cultura cívica no son inmunes al
embrujo de figuras y credos autoritarios.
Lo
de Venezuela, lo sabemos, es trágica comprobación de ese barrunto. El desplome
de la democracia que precipita el populismo de indistinto signo, a menudo ha
contado con los “empujoncitos” de una población sobrepasada por sus hartazgos,
sus miedos, sus desordenados apetitos. Sí: ante la pregunta “¿cómo llegamos
hasta aquí?” es bueno mirarse en el espejo, hurgar más allá. ¿Cuánto hemos
aportado a ese desbarro, cuánto hemos aprendido de sus aciagos efectos?
Interpelarnos nunca sobra. En especial cuando frente a nuevas incertidumbres
–lo que con Trump, por ejemplo, se ha revelado en todo su esplendor- resurge el
inconfundible, acrítico deslumbramiento que en algunos suscita la personalidad
autoritaria.
El problema rebasa el supuesto pragmatismo que, asociado a lo doméstico, pretende justificar los malabares del trumpismo criollo. En ese sentido, la impresión es que adrede se ignora una ruidosa contradicción. Que la democracia (invariablemente sometida por las tensiones entre el ser y el deber-ser) se desacredita cuando en su defensa salen quienes la ningunean con sus palabras y actos. Es el caso de Trump; y el de Bolsonaro o Bukele, como también lo fue el de Chávez. Justo ese menoscabo es el saldo de un desempeño plagado de arbitrariedades, personalismo y desconocimiento de la norma. Signos que, lejos de ser reducidos a simples idiosincrasias de gobernantes “enérgicos”, deberían alertarnos respecto al vaciamiento de referentes de la sociedad abierta.
No
faltan quienes en su afán por mitigar el recelo, afirman que la maquinaria
institucional de las democracias podrá contener el asalto de la hybris. Al
respecto, hay que volver al estudio de Adorno: conviene no descuidarse pensando
que, por sí solo, el cinto procedimental mantendrá a raya el instinto. Acá la
pedagogía social es vital. Recordemos que la democracia tiene también un
sentido lúdico que la salva de la rigidez de las radicalizaciones. En ese
marco, son personas, esos agentes dinámicos del cambio, esos actores que
Whitehead sitúa en el “centro del escenario” quienes dan forma precisa a la
política. Allí llegan, cargando con sus particulares talegos; algunos muy
dispuestos a eludir sus compromisos con el otro, a arrastrar a sociedades
enteras cuando sus apetencias ahogan la disposición a cooperar con eso que,
definitivamente, debería ser más grande que ellos.
mibelis@hotmail.com
@Mibelis
Venezuela
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