Aunque algunas cosas –como la enorme asimetría de poder– no han cambiado, la relación entre Estados Unidos y América Latina y el Caribe ya no es como antes. Washington ya no despliega una sola «política latinoamericana», sino diferentes estrategias bilaterales o subregionales: México, América Central y el Caribe conforman un área profundamente integrada, a través de la migración y el comercio, a EEUU; la zona andina constituye el foco de mayor preocupación norteamericano, debido a la inestabilidad política y el narcotráfico; mientras que los países del Cono Sur cuentan con un margen de maniobra que no existía en el pasado.
En general, la agenda estadounidense para
América Latina está menos basada en la geopolítica, la seguridad nacional y la
ideología y más centrada en la economía, en el marco de problemas compartidos
como el narcotráfico, el ambiente y la migración.
Pero
no solo EEUU sino también América Latina exige ser desagregada. Los países de
la región difieren enormemente entre sí. Argentina es tan diferente de Haití, o
Perú de Panamá, o República Dominicana de Chile, como Suecia lo es de Turquía,
o Australia de Indonesia. Es que, aunque en los últimos treinta años casi todos
los países latinoamericanos han coincidido en adoptar elecciones democráticas y
construyeron economías de mercado que respetan el equilibrio macroeconómico,
algunas diferencias clave se han acrecentado.
Esas
diferencias son particularmente notables en cinco dimensiones distintas, aunque
relacionadas: a) la naturaleza y la interdependencia económica y demográfica
con EEUU; b) el grado en que los países han comprometido sus economías en la
competencia internacional y las formas en que se relacionan con la economía
mundial; c) la fortaleza relativa de sus instituciones, tanto estatales como no
estatales; d) el grado de penetración de las normas y prácticas democráticas, y
e) los desafíos que plantea la integración de las poblaciones indígenas.
La
creciente diferenciación en torno de estas cinco dimensiones hace discutible la
utilidad del amplio concepto «América Latina», que oscurece en la misma medida
en que ilumina. En verdad, hoy EEUU ya no adopta ni implementa una «política
latinoamericana» aplicable a toda la región. La idea de un «hemisferio
occidental» –según la cual los países de América Latina y EEUU estarían unidos
entre sí y se distinguirían del resto del mundo por intereses, valores,
percepciones y políticas comunes– ya no se ajusta a la realidad, tanto desde el
punto de vista de Washington como desde el de Buenos Aires, Santiago, San Pablo
o Brasilia.
Por lo
tanto, para comprender las relaciones interamericanas hoy es necesario
distinguir, al menos, cinco regiones diferentes: a) México, América Central y
las islas del Caribe; b) Brasil; c) Chile; d) Argentina y el resto de los
países del Mercosur, y e) los países andinos, que seguramente requieren una
mayor desagregación.
La
región que integran México, América Central y el Caribe –que en muchos aspectos
constituyen tres regiones separadas– suma en conjunto apenas un tercio de la
población total de América Latina y el Caribe, pero concentra casi la mitad de
la inversión estadounidense, más de 70% del comercio interamericano y alrededor
de 85% de la migración latinoamericana a EEUU. Las tres subregiones están más
integradas que nunca a EEUU en términos funcionales, como se discute más
adelante.
Los
países del Mercosur, de los que Brasil es el más extenso, suman 45% de la
población, casi 60% del PIB latinoamericano, más de 40% (en proporción
creciente) de la inversión estadounidense y bastante menos de 10% de la
migración latinoamericana a EEUU.
Entre
ellos, pese a sus inmensos problemas y desafíos, Brasil es un país
crecientemente exitoso e influyente. Ha abierto su economía a la competencia
internacional; revolucionó su sector agrícola; desarrolló industrias con
mercados continentales e incluso mundiales; fortaleció, lenta pero
constantemente, sus instituciones estatales y no gubernamentales, y forjó un
consenso centrista cada vez más firme en torno de las líneas generales de sus
políticas macroeconómicas y sociales, incluida la necesidad urgente de reducir
las desigualdades, aliviar la pobreza y mejorar la educación en todos los
niveles. Brasil ocupa un lugar importante en el comercio internacional y en las
negociaciones ambientales, de salud pública y de propiedad intelectual.
Es un
líder activo e influyente del Sur global, y trabaja en estrecha colaboración
con la India y Sudáfrica. Es probable que, con el tiempo, juegue un papel
creciente en las Naciones Unidas y otros foros multilaterales. El perfil
mejorado de Brasil, tanto en este hemisferio como en el resto del mundo, genera
un respeto creciente por parte de EEUU.
Chile
es el país latinoamericano más comprometido con la economía mundial; cuenta con
las instituciones más fuertes y las normas y las prácticas democráticas más
afianzadas de la región. No enfrenta problemas serios de integración indígena,
expulsa pocos ciudadanos hacia EEUU u otras regiones y hoy está tan ligado a
las economías de Asia, Europa y América Latina como a la norteamericana. Chile
ha construido un amplio consenso en torno de muchas políticas públicas clave,
con un alto grado de previsibilidad que facilita la inversión, tanto nacional
como extranjera, y promueve el planeamiento estratégico gubernamental y del
sector privado. La influencia internacional de Chile y su prioridad para EEUU
son considerablemente mayores de lo que sus dimensiones, su poder militar o su
peso económico podrían sugerir. Su «poder suave» atrae la atención y las
inversiones y es la clave de su liderazgo y de su influencia.
Argentina,
por contraste, ha tenido grandes dificultades para construir un consenso,
fortalecer las instituciones, abrir toda su economía y alcanzar la
previsibilidad que resulta tan importante para superar el cortoplacismo y
facilitar el desarrollo sostenible. Aunque el país ha participado activamente
en asuntos internacionales –y ha sido un aliado incondicional y útil de EEUU en
la lucha contra el terrorismo y el tráfico de drogas y en la no proliferación
de armamento nuclear–, es mucho menos importante desde el punto de vista
estadounidense de lo que su pomposa designación como «aliado extra-OTAN» podría
sugerir. Probablemente no pueda contar con una empatía significativa o un apoyo
concreto de EEUU, no importa quién gobierne en Washington. Es posible que el
fracaso del gobierno de Bush en rescatar a Argentina durante su profunda crisis
económica de 2001-2002 no haya sido una aberración ni una decisión personal
arbitraria del presidente o de su secretario del Tesoro, sino una consecuencia
previsible de la importancia marginal que el país tiene para Washington.
El
último grupo está integrado por las agitadas naciones andinas, que suman casi
22% de la población de América Latina, solo 13% de su PIB, cerca de 10% de la
inversión de EEUU y menos de 15% del comercio legal con ese país, pero producen
casi la totalidad de la cocaína y la heroína que llegan allí (a menudo a través
de México o las islas del Caribe). Todos los países andinos, en grados diversos
pero importantes, son asolados por severos problemas de gobernabilidad y
cuentan con instituciones políticas débiles.
A esto
hay que añadir la integración irresuelta de amplias poblaciones indígenas que
se hacen oír cada vez más, y de los muchos –no solo indígenas– que viven en la
pobreza o la indigencia. En estas circunstancias, el mantra de Washington
–según el cual el libre mercado y la política democrática se fortalecen y
sostienen mutuamente en un poderoso círculo virtuoso– sencillamente no
funciona. La combinación de exclusión masiva, pobreza extendida y flagrante
desigualdad, junto con una conciencia creciente en un contexto democrático de
economía de mercado, es extremadamente volátil, con escasas probabilidades de
coexistir en el mediano plazo.
diegojolivera@gmail.com
@BarometroPrensa
https://barometrolatinoamericano.blogspot.com/2021/01/america-latina-sufre-los-embates-de.html
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