Enhorabuena,
pues. Los dilemas estratégicos que plantea el voto contra una autocracia nunca
son menudos, sin duda. Pero evadirlos a punta de inacción y parca voluntad de
estrujar la potencial arena de lucha, de contrarrestar los cepos de la “zona de
niebla”, como la nombra Schedler, ha demostrado su nulidad. Lejos de ayudar,
aquello terminó favoreciendo a un régimen que se ha hecho experto en desguazar
al adversario invirtiendo mínima energía, medrando justamente en esos arrestos
suicidas. En tales circunstancias, ha bastado un soplido a la enclenque choza
para dejar al otrora orgulloso carpintero sin techo y sin argumentos.
¿Farsa
o posibilidad?
De
modo que zafarse de las agridulces ataduras de la ficción y percatarse del
hecho político real, lleva renovado fuelle a la candela del viejo debate: qué
hará menos daño, ¿abstenerse o votar? Pero ya no se trata de un asunto puntual,
como algunos encajan,sino angustia existencial. Un “ser o no ser” que define o
niega la índole y continuidad de la estrategia. Así que allí vamos, otra vez
barajando razones para meternos en el avispero electoral. Otra vez intentando
distinguir y cruzar esa línea borrosa entre el “parapeto” y la posibilidad
cierta. Viendo si hay fuerza para domeñar las siempre hostiles condiciones;
para que las elecciones dejen de ser ocasión desechable y obliguen tanto al
gobierno como a la oposición a preocuparse genuinamente por ellas.
Más
que arrojar inédita luz sobre lo que llevamos años dirimiendo, la desmemoria
obliga a ventilar lo obvio. Sabiendo que se expone a esa incertidumbre
democrática que introduce la celebración de elecciones periódicas, una
autocracia electoral hará lo que puede -y poder es lo que le sobra- para que
sus competidores acudan en desventaja. Y mejor aún: que decidan no acudir. Esa
ha sido la apuesta en Venezuela. Bajo la premisa de que, de cara a propios y
extraños, ganar avalará su permanencia en el poder, el gobierno busca moverse
en esa zona gris que le permite aplicar la tenaza autoritaria sin tener que
prescindir de comicios multipartidistas. Lo cual, más que reprimir salvajemente,
implica debilitar, dividir, desmoralizar, despojar de incentivos, paralizar al
rival cada vez que haga falta.
Leer
el momento
Así,
la elección viciada brindaría una oportunidad para que la autocratización se
profundice. Pero vista “sin complejos” y con ánimos de desentrañar el juego
anidado, su potencial es otro. Al mismo tiempo -y acá surge el fugaz kairós, el
instante que importa captar y estirar con astucia- serviría para que ese
magullado campo democrático se reorganice en torno a una línea que no traicione
sus convicciones. Para que inyecte ánimos a una sociedad hastiada y rearme la
mayoría política que se dilapidó. Para que impulse nuevas ideas y liderazgos o
haga de esa participación un ejercicio nítido, que lleve a algún destino.
Moderar
expectativas, claro está, es petición que sigue vigente. Agobiados por la
amenaza del bucle y sus porfiados artífices, por lo apretado de los lapsos para
asumir con integridad la brega en las regionales, y sabiendo que la prisa dejó
más boquetes que glorias, dependemos de una lectura cabal del momento. Al tanto
de la necesidad de deslindes curativos y con partidos tan resquebrajados que se
han convertido en semillero de desconfianza, lo otro es ver cómo revivir una
coalición representativa y útil. Una capaz de amansar egos e integrar visiones
en torno a lo disponible.
Esquilados
y atentos
Exclusión,
fragmentación, represión, inequidad, coacción, prácticas redistributivas
arbitrarias, sesgos institucionales, tutelaje de elegidos, reversión de
mandatos: en eso consiste el menú de toda elección autoritaria. “Los límites a
la imaginación autoritaria no son lógicos, sino empíricos”, también anuncia
Schedler. Lo primero es aceptar que las señas que distinguen a una democracia
están lejos de aparecer acá. Entonces, la decisión que incumbe tomar desde
ahora para que la sociedad sepa a qué atenerse, es si se entra o no al terreno
de juego, y con esas reglas. Si se hace inventario realista de pertrechos y se
re-aprende lo sabido para optimizarlo, o se deja pasar nuevamente la ocasión:
he allí el dilema.
Si
bien es cierto que la privación informal del derecho al voto forma parte de un
diseño que se va afinando, no es menos cierto que la crisis pone al gobierno a
merced de una incómoda contingencia. Aguas adentro, la presión por el viraje
económico enfrenta a “duros” y “blandos”, por ejemplo. Ahíta bien se asoma la
ocasión y sus envites. A ella, a la Ocasión, hembra al servicio de la diosa
Fortuna, Quevedo le da propicia voz, por cierto: “quien sabe asirse a mis
crines sabe defenderse de los corcovos de mi ama. Yo la dispongo, yo la
reparto, y de lo que los hombres no saben recoger ni gozar, me acusan… si los
tontos me dejan pasar, ¿qué culpa tengo yo de haber pasado?” Esquilados como
andamos, convendría no perderla de vista en lo adelante.
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Venezuela
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