Hobbes, Locke y Rousseau
A mi pequeña “Coco”
Del mismo modo como la mujer y el hombre son términos
opuestos correlativos complementarios, el contractualismo es, desde la
perspectiva de la estructura lógica de la oposición correlativa, una doctrina
incompatible con el concepto de amor. Y su presencia activa en la historia
moderna y contemporánea es la confirmación y realización efectiva de la
negación abstracta del sentimiento de amar. Después de Descartes y de su
elevación de la existencia como principio supremo del “yo pienso”, las cartas
que se jugó la humanidad fueron arrojadas sobre la mesa de apuestas del más
despiadado y frío interés. Y apenas era el comienzo. Sobre su in nuce, el
concepto contractualista del ser social no sólo fue confeccionando su
incompatibilidad con toda relación mediada por el amor intellectualis dei, sino
que pronto mostró el hecho de que sólo puede existir sobre la base de dicha
incompatibilidad. El universo de Shakespeare no es el reino del individuo de
Hobbes ni de Locke. Ni la historia invertida de la inocencia salvaje de
Rousseau puede dar cuenta de ello, más allá de sus tropiezos y confusiones en
tropel.
El contractualismo, en efecto, no solo invirtió la
historia de la humanidad sino que tuvo el atrevimiento de convertir una ficción
-devenida precepto matemático- en el origen de la sociedad. Fue el Estado
romano -SPQR- el gran promotor de los derechos civiles e individuales, y no los
derechos civiles e individuales los promotores del Estado. La lógica del
contractualismo es la del entendimiento abstracto, reflexivo, a la que Hegel
tuvo el privilegio de sorprender y denunciar en su inevitable e insalvable condición
de infelicidad, de “mala infinitud”. En todo caso, se trata de la teología
devenida lógica de la momificación de todo y de todos, la misma que, hasta la
fecha, ha insistido en “instruir” al mundo en nombre de la libertad y de la
razón, vístase de barras rojas y azules, de rojo sanguinolento, de estrellas
amarillas circulares, de despotismos ancestrales o de novísimos gansteratos
perrunos. “¡Pero funciona!”, se dirá, haciendo con ello irresponsable
abstracción de las ruinas -las muertes- que ha ido dejando a su paso por la
historia de la cultura moderna y contemporánea. Bajo el concepto de contrato se
establece el grueso de las relaciones sociales actuales, lo cual incluye a las
relaciones familiares, matrimoniales y, por supuesto, las relaciones entre el
hombre y la mujer. La vida misma resulta ser, en consecuencia, un gran
contrato. De “depravado” acusa Hegel a Kant por esta “torpe ocurrencia”.
Es “el reino animal del Espíritu”. El reino de lo
puramente extrínseco, mediado por el interés y el cálculo entre las voluntades
bajo la figura de la prestación. Eso es -y eso genera- el modelo contractual
una vez que, por extensión mecánica, ha sido aplicado como modelo universal,
más allá de las relaciones estrictamente comerciales, a la vida social y política,
trasmutando -torciendo- con ello las relaciones humanas en relaciones
mercantiles y a los Estados en corporciones utilitarias. Y fue justamente a
este tipo de representación de la sociedad, devenida hegemonía cultural y
leitmotiv de las relaciones sociales, a lo que Spinoza -el más digno entre
todos los filósofos- designó como la doctrina del finalismo: “todas las causas
finales son, sencillamente ficciones humanas. Esta doctrina acerca del fin
transtorna por completo la naturaleza, pues considera como efecto lo que en
realidad es causa y convierte en posterior lo que en realidad es anterior.
Trueca en imperfectísimo lo que es supremo y perfectísimo”, además de que de
dicha doctrina surgen “los prejuicios acerca del bien y el mal, el mérito y el
pecado, la alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la
fealdad”, géneros a los que bien podrían agregarse las segregaciones raciales,
la depredación de la naturaleza o la supremacía, según el punto de vista
contractual, del hombre sobre la mujer o de la mujer sobre el hombre, más allá
de los extremismos que las hipócritas manipulaciones orquestadas por los
regímenes totalitarios habitúan hacer de estos temas y problemas del presente.
La verdadera unificación que supera y conserva a un
tiempo las miserias de la hostil relación establecida como criterio de
demarcación entre la mujer y el hombre está situada muy por encima del actual
tejido contractual de las relaciones humanas. La recuperación de la
Sittlichkeit –o de la civilidad, como
bien la supieron traducir en su momento García Bacca y José Gaos– es, tal vez,
la tarea más importante -y, sin duda, la más ardua- del presente. El pleno
reconocimiento del indiscutible valor femenino está muy por encima de sus
incuestionables sacrificios históricos, de sus conquistas -no pocas veces a
codazos- o de sus capacidades profesionales o técnicas. No se trata de competir
ni de demostrar, a la manera de Darwin, quién es o no más apto. Todas estas son
representaciones marcadamente
contractuales, calculadas e instrumentalizadas. Lo importante está en
comprender que, ontológicamente hablando, resulta imposible pensar siquiera en
la posibilidad de la existencia de hombres sin la necesaria existencia de las
mujeres, o a la inversa. Que se trata de polos opuestos recíprocos en el que
cada uno no sólo es correlato para el otro sino que, por esa misma razón, son
interdependientes. Cada uno es, al decir de Platón, la otra mitad: el otro del
otro, el “sí mismo”. Amor no es contrato ni se sustenta en el interés o en la
finalidad. Sólo se puede cambiar amor por amor y confianza por confianza. El
amor –y el Ethos es una determinación del amor– supera las oposiciones, porque
no es entendimiento abstracto, cuyas relaciones fijan y establecen que la
individualidad siga siendo mera individualidad –”lo mío” y “lo tuyo”– y cuyas
unificaciones son de naturaleza contractual. “Cuanto más te doy más tengo”,
afirmaba Shakespeare. Esta debería ser la consigna para el porvenir de una
humanidad justa y efectivamente equitativa.
jrherreraucv2000@gmail.com
@jrherreraucv
Venezuela
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