Abruma tanta
pena, tanto sufrimiento, tanto dolor ajuntándose tan cerca, tan a este lado del
alma. Para sobrevivir a este llanto colectivizado algunas veces tomo distancia
de la fuente, del origen de este sufrimiento. Pero es que uno mismo ya es la
propia distancia, el propio límite, la cerca cercada del padecimiento.
Por la
pantalla de mi teléfono aparece el llanto, la súplica de una esposa pidiendo
colaboración para su esposo que está exiliado y padece un cáncer, estadio IV, y
sus pulmones ya no tienen aire. Para colaborar, replico la información y me solidarizo
con la pena, con el dolor de esta mujer, sola. Entonces cancelo y cambio para
ir a otro portal, pero allí aparece la fotografía de un anciano arrastrando su
hambre y suplicando por un par de muletas. -Quizás quiera morir de pie, erguido
y digno.
Me niego a
seguir viendo tanto dolor y reviso el Instagram para analizar imágenes,
encuadres, perspectivas y ángulos. Pero termino, inconscientemente, observando
en mi cuadrícula fotográfica, la miseria humana. La banalidad que enloquece y
disfruta, a la vuelta de la esquina, mientras la gran mayoría de una sociedad,
la venezolana, diluye su tragedia en la última página de una noticia que poco a
poco apaga sus reflectores y se agota como referencia, como fuente de difusión
y comunicación.
Es que la
pandemia ha hecho de la tragedia venezolana una referencia secundaria y muy
pocos servicios de noticias, nacionales e internacionales, les interesa
difundir lo que acá sucede. El conflicto político, el enredo entre opositores,
la monstruosa corrupción, las torturas y desapariciones, la tragedia de los
migrantes que caminan miles de kilómetros ya no son noticia, no venden y no
están dando ganancias.
Quedan para la
venta, para ser titular de noticia y que suplante a la pandemia, algo superior,
más trágico. El dolor mayor quizás se llame intervención militar,
enfrentamiento esporádico entre fuerzas militares con las imágenes de miles de
cuerpos destrozados y niños paralizados ante el dolor, el terror y la barbarie.
¿Se puede descender a otro estadio de salvajismo?
He aprendido a
tomar distancia para sobrevivir, pero al mismo tiempo, al observarme sé que uno
se va diluyendo en la tragedia del Otro. Se escapa un poco de alma, se
enflaquece la vida y se arruga la sonrisa. Hace años me dije que tenía que
seguir adelante para registrar esta pavorosa realidad, este sistemático
aniquilamiento de la sociedad venezolana. Obligarme a vivir, pero después de 20
años uno sabe que ha envejecido aceleradamente, que la tragedia venezolana ha
roto muchos huesos y tiene las vísceras al viento.
Hoy todos
hemos perdido. Esta es la verdadera tragedia; llegar a un final sin triunfos ni
victorias. Hay demasiado cansancio, demasiado agotamiento físico y anímico. Lo
pude saber por estos días mientras revisaba viejas fotografías que realicé de
las gigantescas manifestaciones, concentraciones, plantones y guarimbas. En
esas multitudes se sentía la fortaleza social, se comulgaba una misma fe, un
mismo aliento de libertad, de solidaridad. Desde 2014, cuando se dan esas inmensas
concentraciones, y todavía antes, el anhelo por un cambio político y económico
estaba reflejado en los rostros, en los hombros, en la voz de ciudadanos que
compartían sueños y alegrías.
Hoy esos
rostros están por las calles enmascarillados, tapados, con hombros caídos y en
sus manos apenas puedo observar los dedos que buscan afanosamente atrapar algo
que sobre. Desespera ver tanto brazo, tanta mano y tanto dedo solitario,
íngrimo, en el puro anonimato.
Somos una
doble pandemia en nuestro sufrimiento como pueblo y nación. Acá estamos, en la
propia distancia, en el mero centro del límite. Cercados por nuestro propio
dolor. No hay padecimiento ajeno, no existe tragedia desconocida. Cualquier
sobresalto nos indica que alguien, acaso el vecino o el amigo del amigo, acaba
de soltar una lágrima, entonces la noche es larga y la madrugada acompaña
nuestro desvelo. Amanecemos sintiendo, sabiendo que la maestra se enteró, por
boca de un alumno, que no hubo desayuno, que aquel joven se desmayó por tanta
hambre. Que el otro, en Mérida, ahorcó su juventud por tener dos días sin
probar bocado.
Es que no solo
hemos aprendido a conocer noticias mientras leemos en nuestros teléfonos las
dantescas historias, es que nuestro corazón y nuestra alma, son radares que
tienen rayos extraños que logran detectar, perciben los sollozos en la
distancia. Detectamos en los rostros famélicos, en los cabellos secos de un
niño, en su baja estatura y bajo peso, la desnutrida felicidad de un pueblo que
agoniza, y, sin embargo, si logras mirar la palma de su mano, algo te dice que
guardan destellos de esperanza.
Juan Guerrero
camilodeasis@hotmail.com
@camilodeasis
Venezuela
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