En su obra
“Las crisis de la Venezuela contemporánea”, Manuel Caballero pone agudo ojo en
un hito que inaugura la era de la política en el país. “La que entra en escena
en 1928 es la Venezuela que se bajó del caballo en 1903. De ahora en adelante,
todas y cada una de las batallas políticas del siglo XX se darán y, sobre todo,
se vencerán en la ciudad”. La figura del ciudadano, el habitante de la ciudad
moderna, hombres y mujeres “de a pie” y armados de palabras, se vuelve estelar.
Caballero afirma que incluso “el voto democrático es una invención citadina”;
por ende, ciudadana.
La
oposición liberal que pretendió reinstalar sus oxidados códigos tras cien años
de guerra -los “caracortada”, los llamó Betancourt en 1932- debió rendirse ante
la fuerza de los hechos. “Al vacío intelectual de sus dirigentes se une la
ineficacia de sus métodos: la Venezuela de a caballo ha muerto para siempre”.
Como suele ocurrir, la expiración, por impotencia, de un modo de pensar y
hacer, sirve al nacimiento de nuevos paradigmas. Ya el campo de batalla no será
la arena de la disputa por el poder, sino la calle tomada por quienes la
sienten suya. Allí, pinchado por una generación que adopta como símbolo la
boina azul -guiño dispensado al gran civilista, Miguel de Unamuno- un país de
ciudadanos en botón y dispuestos a domeñar la adversidad, se afana en dar piso
y carácter a la democracia del s.XX.
Pocas
nociones tan plenas de significación como la de “ciudadano” hay en nuestra
historia, en fin. Eso sin contar todo lo que ella sintetiza en tanto antiguo
oficio político, algo que Arendt desgrana con maestría al retratar a quien
participa activamente en la gestión de los asuntos humanos, siempre frágiles,
imprevisibles, infinitos. Un co-dirigente de la ciudad que le brinda sentido de
pertenencia, como lo fue el ateniense, el romano, el revolucionario francés y
el estadounidense, el comunero de 1871, por ejemplo. Ese sujeto igual y
distinto que, al actuar concertadamente, es capaz de generar dinámicas donde
palabra y acción se conjugan para dar visibilidad perdurable a quienes las
portan.
Reiteremos
entonces que el ciudadano es aquel que consciente de sus derechos y deberes,
libertad y límites, participa en la esfera pública. Al que le importa tomar
parte de las decisiones que allí se ventilan y de-liberan, pues amén de
entender que está unido a otros, se reconoce como constructor de su propia
realidad. Es ese “polites” que por definición y como apunta Sartori, se opone
al “idiotes” griego, término peyorativo que designaba al hombre privado,
incompleto en cuanto a su vínculo con la comunidad política, volcado sobre sí
mismo: el no-ciudadano.
No hay
tregua en esa gimnasia relacional que la ciudad habilita y renueva de continuo.
Muestra de ello está en ese espacio de alumbramiento que analiza también
Caballero: crisis tras crisis, desestabilización tras desestabilización,
momento decisivo tras otro, el sujeto político no podía darse el lujo de
apagarse. Y era precisamente en esos contextos autocráticos que instan a la
mortificación, a la renuncia por hartazgo, donde ese ciudadano pensante debía
encontrar mayores razones para no victimizarse, para no auto-anularse.
Entonces,
¿cabe aspirar al ejercicio ciudadano aun inmersos en un sistema hostil, que
destruye la noción del contrato social, vulnera la esfera privada y conculca
derechos de quienes coexisten en el espacio de todos? La respuesta está en ese
trayecto de la propia historia que coronó con la llegada de la democracia.
Prácticamente huérfanos de derechos políticos, esos venezolanos lucharon con lo
que tenían por aquello que les faltaba: el reconocimiento existencial que, en
tanto sujetos políticos, otorgaba la conquista del voto, por ejemplo.
Por
supuesto, frente a un presente estancado, frente a la promesa consistentemente
rota de quienes dirigen o aspiran a dirigir la polis que hoy habitamos, el
ciudadano tiene derecho a manifestar su enojo, su fatiga y desencanto, sin
duda. Esa desafección es un signo de los tiempos, junto al sentimiento de
impotencia que experimentan los sujetos políticos, falibles en tanto humanos.
Pero a sabiendas de que la apatía puede ser no sólo síntoma sino causa del
atasco, evitar el autogol que deriva en gruñido crónico y negación a la
participación, es vital. La sociedad exasperada de la que habla Innerarity (una
donde la indignación-denuncia se vuelve vehículo privativo de expresión
colectiva, alimento de las “burbujas emocionales” que en redes sociales
privilegian a los temperamentos por sobre los discursos) lejos de redimirnos
podría acentuar la incapacidad.
El desafío
es estirar la oportunidad de transformación que surge con mucho en contra y
algo a favor. Exigir resultados al liderazgo siempre es lo procedente, sí; como
lo es asumir que el poder de los sin-poder (Havel) reside no en el entumecimiento
o la digna espera, sino en la autonomía para pensar, hablar y actuar con otros,
organizarse y participar. He allí la visibilización ciudadana que necesitamos.
Mibelis Acevedo D.
mibelis@hotmail.com
@Mibelis
@ElUniversal
Venezuela
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