Lo fugaz,
el vértigo, la frase que asalta impactante pero que vive sólo segundos, la
sensación que se devora a sí misma en el lapso del parpadeo. Drama sin
sustancia, perecedero. En ese mundo líquido que Bauman retrató con tanta
lucidez, la noción de trascendencia (del latín trans-cendĕre, ir más allá)
parece esquivarnos. No hablamos, claro, de aquello que pensadores como San
Agustín de Hipona oponían a la inmanencia, lo propio de esa realidad que
permanece cerrada en sí misma, la acción no transitoria y cuyo confín en el
mismo ser. Nos referimos más bien a una trascendencia reñida con su vulgar
envés: lo intrascendente, la devoción por esa provisionalidad que sacrifica lo
perdurable por la novedad. Nos habituamos al tiempo veloz, decía Bauman,
“seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas
oportunidades que devaluarán las existentes”.
En ese mar
de solideces que se van licuando, ¿cómo invocar resistencias si, por el
contrario, todo parece estar llamando a desistir? Al tanto del dinamismo que ya
signa la lucha por el poder, ¿cómo hacer de la política un espacio al cual
asirse, desde el cual sembrar y aguardar por resultas que caminen “más allá”;
desde donde entender que la hostilidad de hoy puede ser superada, trascendida
en aras de ese pacto que reivindica el interés común? Asimismo, y mientras el
entorno muta de forma tan acelerada que incluso agusana los principios más
inexorables: ¿qué hacer con las viejas tirrias? ¿Reeditarlas compulsivamente
para encubrir la renuencia al cambio, o armarse de valor para, desde cada
trinchera que ocupamos, sumarnos con audacia a esa praxis transformadora que
surge de lo colectivo?
He allí un
dilema para muchos venezolanos, trabados en la tentación de la discontinua
catarsis que ofrecen las redes, por ejemplo. La de la desesperación de tanto en
tanto drenada, pero casi nunca exhaustivamente elaborada. Un síndrome que se
agudiza cuando las voces que instigan estos desahogos pasan por sabias, por
enteradas, avisos de corifeos y “notables” capaces de medir, en teoría, la
repercusión de cada una de sus opiniones. Menudo riesgo. Sabemos del peso de
tales voces en otros momentos de nuestra historia; y que cuando la situación
exigió asumir verdades incómodas y avalar posturas que no competían por el
aplauso fácil, reinó aquel extravío que dejó sin defensores a la democracia. La
tolerancia y sus paradojas: caldo de cultivo donde también los populistas
prosperan.
Bueno es
recordar lo que, en relación a España, (“La guerra civil ¿cómo pudo ocurrir?”,
1980) concluía Julián Marías: “la guerra civil fue consecuencia de una ingente
frivolidad”. Políticos, intelectuales, periodistas; quienes podían influir en
el debate público, dice Marías, “se dedicaron a jugar con las materias más
graves, sin el menor sentido de responsabilidad, sin imaginar las consecuencias
de lo que hacían, decían u omitían”. Aun cuando la realidad ha dejado sin
cueros a los tambores de guerra y obligado a muchos a recortar su fantasioso
cálculo, en Venezuela no cuesta distinguir las señas de esa misma ligereza.
Insistir en reabrir el tajo que la revolución asestó en el alma de la sociedad
venezolana -uno que urge reparar a fondo- parece solaz del que no todos están
dispuestos a privarse.
En
entrevista reciente, la profesora Nelly Arenas afirmaba que “América Latina no
ha vivido la política sino como religión”, pues “entiende que el mundo está
dividido entre buenos y malos, entre Dios y el diablo… el pueblo no tiene
perfil constitucional sino moral; es virtuoso o no”. Esa misma cosmovisión que
da base al populismo, también colmada de pathos y sus simplificaciones, parece
haber cautivado a sectores y figuras con auctoritas intelectual. Allí los
vemos, entrampados por la convicción de que el nuestro ya no es conflicto de
orden político -esto es, sujeto a decisiones de actores racionales- sino moral.
El artificioso espesor de este enfoque encandila, seduce, solivianta hígados,
pero poco remedia. Dejar en manos de una justicia supraterrenal la resolución
de los asuntos humanos, no hace menos visible el coqueteo con la
intrascendencia.
En tiempos
en los que la inercia política se ha visto desmontada por estremecimientos más
y menos evidentes, el rol de quienes forman opinión pública es decisivo.
Atravesados por la dialéctica que sigue planteando el clivaje
democracia-autoritarismo, conviene repensar nuestros espacios de encuentro con
el otro, mitigar el daño antropológico acumulado, abonar el terreno para que la
sociedad se auto-perciba como hacedora de su propia sanación. Y no desde el
fútil, binario, melodramático abordaje que el genio de Aquiles Nazoa satirizaba
en su “Tráiler de una película mexicana”; sino desde la eficacia para construir
capacidad simbólica, la hegemonía cultural que describe Gramsci. Ese discurso
cuya preeminencia se consolida no a través “de la coerción y la fuerza, sino de
la creación de un consenso que manifiesta su identidad en la opinión de la
mayoría”.
Mibelis Acevedo D.
mibelis@hotmail.com
@Mibelis
@ElUniversal
Venezuela
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