lunes, 29 de noviembre de 2021

SIGFRIDO LANZ DELGADO: LOS VENEZOLANOS TAMBIÉN SOMOS CULPABLES Y RESPONSABLES

“Son los pueblos más bien que los gobiernos los que arrastran tras sí la tiranía”. Simón Bolívar, 1819

La primera culpa fue el aplauso complaciente de muchos venezolanos, yo entre ellos, con el golpe de estado de febrero de 1992, liderado por un desconocido teniente coronel del ejército venezolano, de nombre Hugo Chávez Frías. Con esa acción le abrimos la primera puerta a quien luego sería el aniquilador de la república. Era previsible que la extinción de la república fuera el resultado de este infausto acontecimiento, pues se trataba de un hombre con fusil al hombro el que provocó aquel entusiasmo en la población, un militar y, como tal, formado para dar órdenes, mandar y disparar, nunca para dialogar con respeto con su contrincante político, nunca para respetar las reglas del juego democrático, nunca para aceptar compartir el poder con otras instancias republicanas.

El esperado redentor, igual como pasaba en la Venezuela rural del siglo XIX, se presentó a la escena política nacional así, con fusil al hombro y con un florido verbo demagógico lleno de promesas, de proyectos y viejos anhelos ciudadanos. Y nosotros ingenuamente, cual tontos útiles, le creímos y sonreímos complacientes. Era en verdad un estafador vestido con ropaje democrático, como luego lo demostró.

El personaje traía muchas cartas escondidas bajo la manga, que destaparía a su tiempo y conveniencia. Su propósito era, ahora lo sabemos y la trágica realidad nacional actual lo demuestra, destruir la inmadura democracia venezolana y restaurar el hilo histórico de las largas autocracias militares en nuestro país. Para ese momento, 1992, Venezuela había padecido, desde 1830, unos 130 años de gobiernos militares. Y nosotros, de un plumazo olvidamos esas muy abundantes experiencias de déspotas uniformados instalados en la primera magistratura nacional, convertidos en dueños absolutos de la riqueza nacional y dueños también de la vida y destino de los venezolanos.

Partidos políticos, empresarios, prensa, radio, televisión, gremios profesionales, le dieron palos al loco cuando el teniente coronel entró en escena, tal como si estuvieran en una fiesta de piñatas. Cada quien sumó braza al fuego, contribuyó con su granito de arena a la invasión uniformada que se desplegaría progresivamente sobre el país a partir de esa infausta fecha.

El país mayoritario se dejó convencer por el recién llegado, le abrió los brazos y él, como el oso, aprovechó la oportunidad brindada y clavó sus afiladas garras sobre el cuerpo de la nación.

Ese pesado fardo de gobiernos militares, instalados en casi siglo y medio de historia política venezolana, ayudó a zanjar el camino para el encumbramiento del recién llegado. Y la deriva de aquello, esa torcida admiración que el venezolano ha sentido por el hombre de pistola al cinto, por el mesías salvador, por el cesar despótico facilitó en nuestro país que se filtrara hasta la cúspide del poder político un hombre que se dio a conocer gracias a su intento por derrocar, a través de una insurrección militar, al presidente de la república de Venezuela, electo por votación popular en diciembre de 1989 y que costó la muerte de una veintena de venezolanos. Ese delito, en lugar de hundirlo, lo catapultó. En vez de un golpista tuvimos un héroe. “Llegó el comandante y mandó a parar”, era la frase que brotaba por la boca de millones de venezolanos.

Y así fue como, adormecidos, aletargados, entumecidos, fuimos al matadero y elegimos al teniente coronel, en diciembre de 1998, presidente de la república de Venezuela. Y a los pocos días de instalado el golpista en Miraflores comenzó el proceso de aniquilamiento del sistema democrático venezolano. No servían para los planes del militar presidente nada de lo que estaba establecido en Venezuela. Ni la Constitución Nacional, ni las dos cámaras legislativas, ni el Tribunal Supremo de Justicia, menos el Consejo Supremo Electoral, ni los partidos de la democracia. Nada servía. Todo tenía que ser aniquilado para que sus megalómanas ambiciones de concentración total del poder en Miraflores pudieran concretarse.

El poder absoluto tenía que estar en manos suyas, sin compartirlas con nadie. Y nosotros le apoyamos su torcido proyecto. Lo votamos, lo aplaudimos. Fuimos a Caracas a sus concentraciones populares. Aprobamos su Constituyente. Elegimos a sus gobernadores, diputados, alcaldes, concejales. Todo aquel cuya mano fuera levantada por Chávez fue elegido por nosotros. Cualquier oscuro personaje, por más primitivo e ignaro que fuera, que recibiera la bendición del teniente coronel, era inmediatamente votado por nosotros para el cargo. Y así, le dimos todo lo que nos pidió: gobernaciones, alcaldías, concejalías. Y cuando no votamos lo apoyamos con aplausos, con nuestros escritos y opiniones, con nuestra entusiasta presencia en actos de masa aquí y allá.

Fuimos sus compinches. Le dimos poder absoluto, total, completo, tanto como nunca antes jamás en la historia de nuestro país un presidente había concentrado en sus manos. Poder político total, respaldo popular mayoritario, poder económico cuantiosísimo, apoyo militar extraordinario, respaldo legislativo que se le antojara. Pero, cómo debíamos esperar, tal poder fue utilizado de la peor manera, con arbitrariedad, con dispendio, sin control ninguno; para favorecer a sus áulicos, a su camarilla, a sus familiares, amigos y allegados; al mismo tiempo que para destruir propiedades, empresas, familias, todo al que osara contradecirlo o criticarlo. 

Fue un poder para destruir más que para construir, pues no se edificó nada trascendente ni beneficioso. Nada se construyó en beneficio de la nación con los milmillonarios dólares proporcionados por la industria petrolera: ningún hospital, escuela o universidad; ninguna carretera o autopista; ningún aeropuerto o puerto; ninguna empresa o fábrica; ningún gasoducto u oleoducto; ninguna vía férrea o tren; ningún embalse productor de electricidad; ningún plan de becas estudiantiles. Se dilapidaron y malversaron los millones de dólares recibidos de PDVSA, buena parte de los cuales fueron a parar a los bolsillos de la partida de zánganos que se cobijó bajo el manto protector del gobierno de Chávez. En fin, el comandante presidente dilapidó lo que recibió y destruyó lo que encontró. Esa fue su obra, en resumidas cuentas.

Pero no contento con esto, al final de sus días, nos solicitó que eligiéramos a maduro para presidente de nuestro país y como feligreses de cofradía le obedecimos. Y su sucesor vino a rematar la obra destructiva iniciada por el primero. El heredero cumplió sin remilgos la tarea demoledora. Lo hizo con más furia, con empeñosa dedicación, con eficiencia inaudita. Tanto que ahora, después de tal hecatombe arrasadora, los venezolanos no tenemos Estado ni República, ni empresas, ni universidades, ni hospitales, ni empleo, ni gremios, ni sindicatos, ni salarios o pensiones, ni comida ni medicinas. Venezuela es hoy, crudamente hablando, un pedazo de territorio con un poco de gente arriba, gente que sufre, que llora, que padece. No hay instituciones ni proyecto nacional ejecutándose. La obra del teniente coronel se ha cumplido. La destrucción es total.

Es verdad. Los pueblos tienen los gobiernos que se merecen, esto es, los gobiernos que, por cualquier razón, esos pueblos han permitido instalarse. Los venezolanos no somos la excepción, nos merecemos el chavomadurismo. Nos dejamos tomar el pelo por el comandante. Y, para remate, elegimos también a maduro presidente de Venezuela.

Cierto es que existen las causas del desastre nacional, pero también existen las culpas, nuestras culpas. La buena noticia es que ya nos dimos cuenta de la estafa. Nos mintieron. Todo fue engañó, fraude, robo. Y ya marcamos distancia respecto a los embaucadores. Les descubrimos: sus malas intenciones, su ineptitud, su corrupción, su perversidad, su indolencia y su infinita capacidad de destrucción. Ahora debemos, de aquí en adelante, ser muy precavidos ante cualquier monserga proferida por otro redentor que aparezca por allí en el circo ocasional.

Aprendimos la lección. No nos dejaremos estafar nuevamente. Nunca más en nuestro país, golpistas presidentes; nunca más militares ejerciendo de ministros, de gobernadores, de rectores, de embajadores, de gerentes de empresas, de directores de hospitales o administradores de estaciones de gasolina. Tiene que acabarse para siempre la militarización de la política en nuestro país. De ahora en adelante la política tiene que ser civilizada, estar en manos de los mejores políticos del país, de los más virtuosos de nuestros conciudadanos. Porque será solo bajo la conducción de políticos serviciales que refundaremos la República de Venezuela. Diremos con El Libertador: “hombres virtuosos, hombres ilustrados, hombres patriotas, son los que hacen Repúblicas”.

Sigfrido Lanz Delgado
siglanz53@yahoo.es
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@Sigfrid65073577

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