En las naciones aparecen cada cierto tiempo seres anómalos que se convierten en pesadillas para sus países y, en algunos casos, para el planeta o, al menos, para sus vecinos. Aunque constituyen irregularidades, la lista es larga. Podrían llenarse algunos cuantos cuadernos con los nombres de los autócratas, déspotas, megalómanos e iluminados que se consideran predestinados para modificar el curso de la historia, reeditar antiguas glorias o alcanzar grandes objetivos que sus predecesores no pudieron lograr. Para cumplir ‘su misión’ cometen toda clase de desmanes y originan enormes desgracias.
Vladimir Putin es el último de esa estirpe. Está destruyendo al pueblo ucraniano con una saña que provoca consternación e indignación. El daño que le causa a ese modesto país carece de justificación. Ese dictador se cree la reencarnación de Pedro el Grande o, en época más reciente, de Joseph Stalin. La diferencia con el Hombre de Hierro –ese es el significado de Stalin- reside en que ese hijo de campesinos georgianos, antes de extender hacia Europa del Este los dominios de su imperio utilizando como ariete el Ejército Rojo, se llenó de gloria luego de haber formado parte del grupo de líderes victoriosos durante la Segunda Guerra Mundial. De no haberse producido esa confrontación, es decir, de no haber existido Hitler, lo más probable es que Stalin no hubiese pasado de ser el tirano que martirizaba a la Unión Soviética desde la segunda década del siglo XX, cuando se impuso sobre Trotsky y el resto de la dirección del Partido Comunista de la Unión Soviética. Stalin hasta el final de la guerra mundial tuvo una política internacional discreta, y hasta conservadora. Una de sus tesis centrales era la construcción del socialismo en un solo país, que lo diferenciaba claramente de Trotsky, quien defendía la idea de la revolución permanente, lo cual implicaba exportar la revolución bolchevique a todos los países del globo y, en consecuencia, mantener una política exterior agresiva y expansionista.
Putin aspira a recrear la antigua URSS y los laureles de Stalin, pero sin estar precedido de ninguna hazaña que lo convierta en ídolo mundial. A Putin no lo antecede un Hitler, un Tercer Reich o una invasión previa. Ninguna batalla como la de Stalingrado. El asalto de Putin a Ucrania es el resultado del delirio de un hombre que sometió a las instituciones de la Federación Rusa –en primer lugar al Ejército Ruso- a sus intereses personales. Valiéndose de la tortura, los secuestros, los envenenamientos y todas las demás formas de coerción utilizadas por los cuerpos de seguridad del Estado, Putin logró imponerse sobre el conjunto de esa nación, que nunca ha sabido lo que es vivir en democracia.
Putin marcha en sentido contrario al que las sociedades civilizadas y democráticas aspiraron trazar con la creación de la Organización de Naciones Unidas en 1945, y con los numerosos instrumentos legales aprobados o promovidos por ese foro y, más tarde, por la Unión Europea para empotrar la tendencia permanente del poder a desbocarse. Hasta el comportamiento de los ejércitos en la guerra fue sometido a un riguroso conjunto de normas por el organismo mundial. En el Estatuto de Roma, de la Corte Penal Internacional, aprobado en 1998, se contempla la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad y la violación de los derechos humanos. Con él, la ONU pretendía evitar, entre otros exabruptos, que la obediencia debida, invocada por los miembros de los ejércitos y los organismos de seguridad para justificar los excesos en los conflictos bélicos, se convirtiera en el refugio de quienes obedecían de forma ciega las órdenes de enajenados mentales enceguecidos por el poder.
Todos los esfuerzos de la humanidad por realzar el papel de las instituciones republicanas y democráticas, por defender el derecho de la gente a disfrutar de una vida digna y libre, y de ejercer un amplio conjunto de derechos civiles que representan conquistas civilizatorias del género humano, se han estrellado contra la determinación de ególatras como Vladimir Putin, con una visión personalista del poder, que desprecian la democracia liberal, la autonomía de los poderes públicos, la libertad de expresión e información, y la soberanía de los pueblos expresada en los organismos en los cuales los ciudadanos delegan su representación.
Esa desestimación por los valores de Occidente y, en gran medida del mundo civilizado, están expresándose con una furia descarnada en el conflicto de Ucrania. Estamos presenciando los reducidos límites de las instituciones internacionales para acabar o anular el sadismo de los dictadores contra los pueblos que se resisten a caer bajo su férula. La ONU y la UE, aparte de la solidaridad activa con el gobierno y el pueblo ucraniano, no han sido capaces de detener la destrucción que Putin está causando y el éxodo de millones de seres humanos que quieren resguardarse de la devastación provocada por la obsesión expansionista del gamonal ruso.
¿Qué más debe hacer la humanidad para protegerse de psicópatas como ese? Lo que ha hecho hasta ahora es insuficiente. Los ucranianos son víctimas de esa carencia.
Trino Márquez
trino.marquez@gmail.com
@trinomarquezc
Venezuela
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