La hambruna y la pandemia han perseguido a la humanidad, desde que la planta del primer neandertal hoyó el suelo del globo terráqueo. Están adheridas a ella como la cola al perro, por eso no han desaparecido. Forman parte del entorno humano y tenemos que cargar con ellas. No desaparecen, solo mutan. Con diferentes empaques y modalidades reaparecen para copar espacios que se creyó haber sido liberados y, con brutal ferocidad, atacan a muerte. Los orígenes diversos y el mimetismo les permite cambiar de identidad, tal como hacen los terroristas para preservarse y garantizar la continuidad del accionar destructivo de la organización a la cual pertenecen, ocultos en cambuchos, fuera del foco de los organismos de seguridad.
Las hambrunas, como las pestes tienen diferentes orígenes. Las pestes que son transmitidas a los humanos por agentes como la pulga o el mosquito, requieren de la acción gubernamental para mantenerlas a raya, mediante el saneamiento de espacios que sirven de viveros a los insectos, y con campañas de inmunización colectiva. No se ha comprobado que, en tiempos de paz, un gobierno diseminara virus de peste alguna, usándolo como arma, para diezmar la población, contraer la actividad económica del país vecino y proceder a su ocupación. Pero es notoria la negligencia culpable en la falta de control, vacunación y eliminación de los agentes trasmisores, en países oprimidos por la férula comunista. En Venezuela han reaparecido el paludismo, la varicela y la tuberculosis, escoltados por la anquilostomiasis responsable de la mortalidad infantil.
En cuanto a las hambrunas, existen abundantes pruebas de la vesania criminal de los gobernantes comunistas y sus derivados socialcomunistas de haber condenado a morir por hambre, tanto a sus connacionales como a los habitantes del país que mantienen aplastado con sus botas tintas en sangre y a los del que pretenden anexarse. Lo demuestra el homolodomor, con el cual el gobierno comunista ruso asesinó 6 millones ucranianos en 1932-33.
Venezuela sufrió una prolongada hambruna, producto de 100 años de guerras que comenzaron con la de la Independencia y culminaron el de Julio de 1903, cuando el Ejército Nacional derrotó, en Ciudad Bolívar, al Ejército de la Revolución Liberal Restauradora. A partir de esa fecha, la nación comenzó a trepar la empinada cuesta de la reconstrucción política, económica y social, pero atada al dogal asido por la férrea mano de tirano Juan Vicente Gómez hasta su muerte en 1935. Fue en 1936 cuando comenzó un tímido proceso de democratización, que incluyó batidas de saneamiento ambiental, apertura de frentes de trabajo y escuelas nocturnas de educación primaria para los trabajadores. En 1945, derrocado el último exponente de la zaga militar andina, comenzó el crecimiento económico, social y cultural sostenido que, a pesar de la dictadura militar entre 1948-1958, se mantuvo fructífero en muchas actividades humanas. En 1998 un chafarote socialcomunista, teniente-coronel Hugo Chávez, fue electo Presidente de la República. No tomó posesión, asaltó el poder y emprendió el retroceso del país a 100 kilómetros por hora y sin espejo retrovisor.
La segunda década de este siglo está siendo calamitosa. Inició con la pandemia que se mantiene activa y mutante, cobrando vidas y dañando el desempeño económico-social del país. Como las desgracias no andan solas, se teme una hambruna mundial desencadenada por la “Guerra de Putin” en Ucrania, para “gloria” del imperial expansionismo Ruso.
En Venezuela más del 60% no come tres veces al día y eso es pasar hambre, cerquita de la hambruna. Disminuida su capacidad productiva, efecto de las expropiaciones que echaron fuera de sus fronteras cerca de 6 millones de sus habitantes, saldrá de la pandemia en estado preagónico.
¿Cuántos morirán de hambre si somos atrapados por la acechante hambruna.
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