Cuando se trabaja con
esmero, se pueden lograr brillantes resultados. El corolario de la tarea bien
hecha, de la capacidad de resolver los problemas de la sociedad en el marco de
un mercado competitivo, de satisfacer necesidades de un modo óptimo, muchas
veces permite generar riquezas.
En cambio, en el
ámbito estatal, el único modo de acumular mucho dinero es apelando a la
corrupción. Los salarios en el sector público pueden ser inclusive elevados,
según la posición que se ocupe, pero jamás se comparan con las significativas
ganancias que se pueden lograr en el sector privado.
Sin embargo, en estos
países, en el ranking de hombres más acaudalados, invariablemente aparecen
dirigentes políticos que ostentan fortunas sin ningún pudor. No es necesario
abrir una investigación judicial para darse cuenta de que esos dineros se han
logrado recurriendo a negocios espurios.
Nadie puede acumular
tantos recursos, en un cargo público con su salario formal. A lo sumo, siendo
austero y administrándose muy bien, puede llevar adelante una vida acomodada pero
jamás tan ampulosa como la que se le conocen a tantos personajes siniestros por
estas latitudes.
La mayoría de los
analistas intentan explicar el flagelo de la corrupción enfocándose en sus
causas y consecuencias, pero tal vez valga la pena detenerse un poco en
comprender como funcionan sus protagonistas.
Es posible entender,
aun sin compartir sus criterios, la actitud de algunos que creen que su llegada
a las oficinas públicas se constituye en su gran oportunidad para hacerse
ricos. Ellos toman esa ocasión como la gran chance para salvarse. Saben que esa
circunstancia durará poco tiempo y que si hacen negociados pueden cambiar su
situación actual para siempre.
Es evidente que no
tienen escrúpulo alguno y que les importa muy poco su eventual desprestigio
personal. Algunos apuestan a pasar desapercibidos y que nunca nadie registre
sus andanzas, pero su destreza para el disimulo es invariablemente efímera.
Tarde o temprano terminan desplegando un patrimonio que jamás podrán
justificar.
Indudablemente, su
descredito no los incomoda tanto. En su escala de valores disponer de dinero es
más relevante que su propia honra. Los tiene sin cuidado lo que opine la
sociedad sobre ellos, ni siquiera lo que sus amigos y familiares piensen o la
indigna herencia que le dejarán a sus hijos.
Una arista que no se
analiza con suficiente profundidad es la otra cara de esa actitud
lamentablemente tan cotidiana, de ir por lo ajeno sin pudor alguno, de quedarse
con el fruto del esfuerzo de otros, y hacerlo con el descaro y la impunidad que
tantas veces se ejercita sin recato.
Ese corrupto que
utiliza su poder circunstancial en el Estado, para apropiarse del dinero que no
le corresponde, no solo es un delincuente que infringe leyes y un inmoral por
su ausencia de principios éticos.
Este individuo, es un
incapaz, alguien que no dispone de ninguna habilidad, ni talento, para generar
una riqueza legítima y bien merecida. Su valoración sobre sí mismo es muy
limitada, casi nula. El no se cree apto. Sabe que no podrá desarrollarse por
sus propios medios y el único camino que le queda para lograr su meta es saquear, sin contemplaciones, a los
ciudadanos.
Ni siquiera tiene el
coraje de los malhechores que le quitan todo a la gente a cara descubierta. El
corrupto es un ser mucho más despreciable aún, porque además de sus burdas
acciones diarias, es un cínico sin límites porque habla de la corrupción, como
si él no fuera parte esencial de ella. Utiliza palabras como
"honestidad" y "transparencia" en su lenguaje habitual, y
lo hace a sabiendas de su real comportamiento, lo que lo convierte en un
personaje mucho más repugnante.
La corrupción es un
fenómeno aberrante, pocas veces combatido con inteligencia. La sociedad supone
que solo se trata de elegir a los honestos, sin comprender el complejo
entramado estructural que ha sido pergeñado por algunos para que cualquier
energúmeno ignorante se aproveche de esas enormes grietas instaladas
deliberadamente en el sistema.
Se podrán minimizar
los hechos como estos, pero no se eliminarán de raíz hasta que no se logre
desmontar el desmesurado tamaño del Estado, la eterna discrecionalidad de sus
decisiones y su sombrío accionar.
En ese contexto,
seguirán desfilando nefastos personajes por la vida política, sin distinción
ideológica ni partidaria. Pero es trascendente entender que los corruptos, no
solo son detestables sujetos que se apoderan de lo impropio con absoluta
hipocresía, delincuentes de guantes blancos que se aprovechan de la gente, sino
también personas que no valen la pena, que no tienen ninguna aptitud y cuya
autoestima está por el suelo.
Ellos han elegido
voluntariamente el camino del mal, el más humillante de los senderos. Legarán a
sus hijos una inmensa fortuna a cambio de que convivan con la pesada carga de
sus apellidos. Su patrimonio es la prueba más irrefutable de su absoluta
impericia. Ellos solo pueden obtener dinero robando. Jamás podrán ufanarse de
haber construido un imperio genuino, ni sentirse orgullosos de su esfuerzo. Es
probable que no tengan remordimientos, ni se arrepientan nunca, pero la
sociedad jamás los respetará, ni les dará reconocimiento. Su codicia es
sinónimo de ineptitud.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
amedinamendez@arnet.com.ar
@amedinamendez
Argentina
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