miércoles, 1 de marzo de 2017

HARRYS SALSWACH, EL HAMBRE COMO FORMA DE DOMINIO Y. . . DE MUERTE

PORQUE MORIR ERA ESCAPAR DE TANTO HORROR

EL INFIERNO DE LOS JEMERES ROJOS (1/2)

Escrito por Testimonio, alegato, declaración del horror perpetrado por los comunistas, este libro es también un ejercicio de escritura en el que el lenguaje es encarnación misma del dolor.
I
Hambre. En la más aterradora condición. Hambre, despojada de toda explicación, reflexión, cavilación. Hambre que expulsa el pensamiento. Hambre que bestializa. Hambre transfigurándose en la única entidad del hombre. Hambre, despojada de sintaxis, de gramática, la más ruin de las necesidades. En El infierno de los jemeres rojos (Libros del Asteroide, 2010) Denise Affonço hace del hambre prosa, la necesidad más prosaica, sin ninguna intención literaria, sin intención estilística, solo la voz del padecimiento, el lenguaje de la inanidad, el testimonio unipersonal que relata, que dice el sufrimiento, la anécdota que es denuncia y prueba, sufrimiento padecido y acusación que condena. El hambre como alegato cuando se ha sobrevivido.
Quien narra (acción de contar desplazada por la voz del hambre) es una trabajadora de la embajada francesa en Phnom Penh, capital de Camboya, casada con un vietnamita, madre de dos pequeños, Jean-Jacques y Jeannie. Cuando el general Lon Nol da un golpe de estado en 1970 apoyado por los Estados Unidos de Norteamérica, al rey Norodom Sihanouk, por haber este aceptado acoger al vietcong comunista en su territorio, un grupo de campesinos analfabetas, los más pobres, la patulea más resentida, guiados por la intelectualidad tan bien educada en Francia [por recordar solo a un par, el del espíritu estrábico Sartre, y el oprimido Fanon], da marcha a la revolución para liberar al pueblo del imperialismo, del colonialismo, e instaurar la sociedad perfecta, la de los iguales. Cinco años de guerra civil. El comunismo, esa serosidad ideológica que hace del cerebro un edema, y aniquila el espíritu, tuvo su apoteosis en la Camboya de Pol Pot, la de los jemeres rojos [que no azules, ni verdes, ni blancos, no, rojos como coágulos de sangre]. Esta fulminante orgía criminal nacida cuando se lee a Rousseau emilianamente y luego a Lenin con el rencor habitual de la morralla socialista-comunista-revolucionaria, acabó con más de dos millones de vidas humanas de 1975 a 1979.

Los jemeres rojos entraron a la capital en abril de 1975, y fueron recibidos como los liberadores del pueblo. Inmediatamente evacuaron la ciudad, con la promesa del bien para todos y de que cuidarían de los bienes para que, una vez instaurado el mejor de los mundos, regresaran a sus casas. Phou Teang Seng, marido de Denise Affonço, comunista irredento, convenció a su esposa de no partir a Francia, todo iba a ser para mejor, las proclamas de Mao se las repetía constantemente aun sabiendo que ella era anticomunista; una vez enviado a un campo de reeducación, Seng fue delatado por hablar en francés con otro “espíritu desviado”, fue detenido y nunca más se supo de él. Más del 60% de la población fue evacuada de las ciudades hacia las junglas y los campos donde debería despojarse de toda urbanidad, de todo indicio imperialista (desde usar gafas hasta hablar en lengua francesa o vietnamita, —de ahora en adelante se hablaría jemer— hasta leer.  Los jemeres rojos escribieron sobre la Biblioteca Nacional de Camboya “No hay libros. El Gobierno del Pueblo ha triunfado”) y dejar atrás la sociedad, esa que convierte a los hombres en corruptos y desvía sus espíritus, el hombre debería convertirse como bien lo creía el ilustrado francés en un ser que “viaja por los bosques, sin industria, sin lenguaje y sin hogar, ajeno a toda guerra y todo lazo, sin necesitar de sus semejantes ni desear hacerles daño” [un comunista la hubiese pasado muy bien junto a un hippie y un ecologista en el campo de trabajos forzados de Koh Tukveal al sur de Camboya]. El súmmum de la revolución, la vuelta al hombre natural, la desaparición de toda pista que puede conducir al ser humano al estadio previo de orden occidental. La progresía en reverso [habría que revisar ese prefijo que todo lo señala hacia atrás, que todo lo substrae, esa partícula re– contiene en sí misma la vuelta, el giro, la trepolina que todo lo detiene y lo echa andar de espaldas. No hay revolución que avance, es una imposibilidad]. Lo sucedido en Camboya es la quintaesencia del comunismo.

Denise Affonço fue trasladada a varios campos de trabajo junto a sus hijos, su cuñada y sobrinos. Vivió en las condiciones más infrahumanas conocidas. Todos fueron obligados a teñir sus ropas de negro con hierbas, los colores eran señales del viejo orden, una muda de ropa que conservaría en el peor estado hasta el final. Durmiendo sobre una estera en el piso de una choza, padecería malaria, paludismo, diarrea, infecciones, todas las calamidades las soportaría para sorpresa de sí misma. Vería morir a su pequeña hija Jeanine sin poder hacer más que lavarla con agua inmunda del río más cercano, un río de excrecencias, sin poder alimentarla, moriría de inanición. Todos los sobrinos murieron. Hoa, Ha, Leng y Phan, morirían de hambre y enfermedad. Leng, una de las tres hermanas, le diría a su tía “¿podrás encargarte de que me entierren bien? Hay que cavar un agujero profundo, tienes que enterrarme tú misma, para que no me roben la ropa y las bestias salvajes no puedan desenterrar mi cadáver”. Ha, el hermano menor de estas hermanas moriría “ejecutado como un pequeño animal por haber robado comida”. La única comida repartida con magnanimidad roja: arroz. Si acaso un par de tazones al día por cuatro años. No habían llegado al primer año de su “reeducación” cuando esos tazones no eran más que potaje de arroz con menos de una cucharada del grano. El hambre como política de exterminio. Los trabajos forzados, vigilados diariamente por los jemeres rojos yautheas, y espiados por los delatores schlop, eran fatalmente agotadores. Las mujeres en pocos meses se les paralizaba la menstruación. Era como si el adoctrinamiento se ensañara con el cuerpo para poder llegar al espíritu, pero este terminaba por liberarse de aquel, como dice la misma Denise Affonço ante cada muerte atroz de un ser amado, dulcemente. Porque morir era escapar de tanto horror.


Harrys Salswach

Enviado a nuestros correos por
Victor Vargas
victorvrgs1@gmail.com
@vargas_valera
Miranda- Venezuela

No hay comentarios:

Publicar un comentario