La política se hace día a día, su curso es
vertiginoso. Está sometida, digámoslo así, a un plebiscito cotidiano, razón que
obliga a reposicionar permanentemente los antagonismos y, por supuesto, a
cometer errores. La política se conjuga en tiempo presente y los enemigos de
ayer pueden ser los amigos de hoy, o viceversa, hecho que escandaliza a
moralistas y puristas que conciben a la política como una práctica sacramental
sujeta a una normatividad comparable a los dogmas de las religiones.
1.
En uno de sus recientes artículos, Mibelis Acevedo,
talentosa columnista de El Universal de Caracas, al referirse a la incapacidad
de políticos e incluso pensadores políticos para reconocer sus errores, nos
recordó el ejemplo de Michael Ignatieff quien en un ensayo publicado el 2007
tuvo la honestidad de afirmar que haber apoyado la decisión de G. W.Bush a la
hora de invadir Irak, había sido un error de su parte. Nobleza doble la de
Ignatieff, porque además de ser dirigente del Partido Liberal canadiense. es un
reconocido filósofo político. Y en ambas actividades suelen cometerse, cada
cierto tiempo, errores.
El de Ignatieff, un error explicable: la decisión de
apoyar a Bush fue asumida por muchos demócratas sobre la base de una verdad que
al final resultó ser una grosera mentira, a saber, la de que Sadam Hussein
poseía armas de destrucción masiva. De ahí que cuando el general Colin W.Powell
-a quien suponíamos portador de una integridad a toda prueba- reveló ante los
medios haber sido obligado por G. W.Bush a mentir sobre ese tema, hubo quienes
experimentaron un verdadero shock. Esa mentira había llevado a la muerte a
miles de personas (la mayoría no eran militares) a la destrucción de una de las
infraestructuras urbanas más modernas del Oriente Medio y a convertir a todo
Irak en centro de operaciones del ISIS.
El error de Ignatieff fue generado por el ocultamiento
de la verdad por parte de un presidente. Como muchos errores, el suyo fue un
producto de un-no-saber. Pero Ignatieff corrigió su error y al hacerlo
rectificó su biografía. No fue el caso -para poner un ejemplo- de Tony Blair en
Inglaterra, quien al no corregir a tiempo su error, fue alejado prematura y
definitivamente de la política. El problema por lo tanto no reside en cometer
errores sino en no saber, no querer o no poder corregirlos a tiempo. Hecho más
grave todavía si se tiene en cuenta que el de Bush era un error basado en una
mentira y la mentira lleva siempre a otra mentira del mismo modo como un error
no reconocido lleva inevitablemente a otro error.
Un nuevo error lo cometió Obama en Siria cuando -tal
vez para no repetir la barbaridad de Bush en Irak- no actuó con mayor decisión
al apoyar a los rebeldes de la primera hora durante la llamada “primavera
árabe”. El resultado es conocido: Los rebeldes sirios fueron sobrepasados por
las tropas del ISIS que provenían de Irak, Rusia asumió la defensa de la
tiranía de al-Asad y, bajo el pretexto de la guerra en contra del terrorismo,
se apoderó de Siria concediendo a Irán un protectado sobre Irak gracias a la abulia
de la Europa democrática, siempre incapaz de actuar de modo conjunto en los
momentos más decisivos. Putin, sin embargo, no cometió ningún error. El
resultado está a la vista. Trump al retirar sus tropas no tuvo otra alternativa
que dejar a Siria en las manos de Putin.
2.
Mibelis Acevedo sabe muy bien lo que dice cuando
escribe sobre errores políticos. Vive en un país donde hace años, una tan tenaz
como fragmentada oposición ha venido enfrentado a un régimen cuyas
características autoritarias y militaristas corresponden a lo que en otros
textos he denominado “dictaduras del siglo XXl”, diferentes a las dictaduras
patronales de raigambre decimonónico, a las comunistas europeas (y cubana) y a
las de seguridad nacional del siglo XXl.
La de Venezuela pertenece a la familia politológica de
regímenes como el ruso de Putin, el bielo-ruso de Lucashenko, el turco de
Erdogan, el nicaragüense de Ortega, vale decir, regímenes que como los
anteriores son militares, pero a la vez ejercen su dominación combinando
elementos equivalentes a lo que los comunistas denominaban “democracia
burguesa”. Sobre todo cuando cada cierto tiempo recurren a eventos electorales
los que no vacilan en alterar si su sistema de dominación se encuentra
amenazado. Un sistema, está de más decirlo, muy difícil de enfrentar. Por lo
mismo induce a los opositores a cometer errores fatales que, como en el caso
venezolano obligan cada cierto tiempo a comenzar de nuevo.
El llamado Carmonazo del 2002 que legitimó a Chávez,
la Salida del 2014 que fortaleció a Maduro, el desvío insurrecional impuesto a
las masivas movilizaciones del 2017, la abstención del 20-M-18 que destruyó a
la MUD, todos esos y otros más, han sido grandes errores históricos. Errores
que en las condiciones venezolanas deben ser considerados como previsibles.
Pues en política errar es normal. No errar en cambio es anormal no solo porque
el ser humano es por naturaleza errático sino porque la actividad política,
como pocas, está sometida al principio de la más radical contingencia.
La política se hace día a día, su curso es
vertiginoso, está sometida, digámoslo así, a un plebiscito cotidiano. Razón que
obliga a reposicionar permanentemente los antagonismos y, por supuesto, a
cometer errores. La política se conjuga en tiempo presente y los enemigos de
ayer pueden ser los amigos de hoy, o viceversa, hecho que escandaliza a
moralistas y puristas que conciben a la política como una práctica sacramental
sujeta a una normatividad comparable a los dogmas de las religiones
.
El político que no comete errores no ha sido inventado
todavía. De lo que se trata entonces no es no cometer errores sino aprender de
ellos. Algo que hacemos en la vida cotidiana, cuando por ejemplo entramos en
callejones sin salida y nos vemos obligados a desandar caminos.
El error es base de toda rectificación y la
rectificación, condición del pensar. Sin errores que corregir sería imposible
pensar. Pero para corregirlos, necesitamos reconocerlos. “El error es fuente de
verdad”- escribió en ese sentido Nietzsche-. Pero como casi siempre, el demente
filósofo exageraba. La frase debería ser, “errando podemos acceder a algunas
certezas”. Certezas sin las cuales viviríamos en la más profunda de las
incertidumbres. ¿En la locura? Sí: El reconocimiento del error y su posterior
rectificación son barandillas que nos sostienen en este mundo. Solo los muertos
no se equivocan.
El ejercicio político obliga a improvisar, a tomar
decisiones apresuradas de acuerdo a lógicas que solo son razonables en un
lapso. Lo mismo sucede a los mal llamados analistas políticos. Escribimos a ras
de suelo, en el mismo momento en que los acontecimientos aparecen. A veces el
artículo escrito el jueves ha perdido su validez el día domingo. Sobre todo
cuando ha aparecido un hecho que lo contradice. Nadie tiene bolas de cristal.
Cuando más somos historiadores del instante, de hechos que todavía no han
terminado de suceder. Y a diferencia de cuando escribimos un libro, al escribir
un artículo no tememos equivocarnos. En el próximo artículo haremos las correcciones
del caso. Los errores, quiero decir, forman parte de nuestro patrimonio.
Incluso los necesitamos para continuar pensando, es decir, corrigiendo (es lo
mismo) El articulismo – quizás es es su única similitud con la poesía – es un
género literario errático.
3.
Muchos por cierto nos equivocamos (erramos) al no
medir con antelación la intensidad que alcanzaría el movimiento desatado por
“el fenómeno Guaidó” el 23-E. Vimos -y había motivos para pensar así- que la
juramentación iba a ser otra “salida” más, propiciada por los extremistas de
siempre. Con lo que no contábamos fue que el 23-E no tuvo lugar una
juramentación formal. Más que una juramentación presidencial fue la de una
ciudadanía frente a su líder y de un líder frente a una ciudadanía. El 23-E fue
el día de la esperanza y del nacimiento de una nueva unidad surgida sobre las
ruinas de una oposición en estado de anomia . De una unidad por sobre los
partidos pero que no niega a los partidos. De una unidad que no deja el futuro
en las manos de gobernantes de otros países o de algún general buena persona,
sino en las de un sujeto histórico nacional políticamente constituido. El 23-E,
para sintetizar, apareció una nueva hegemonía política .
Pero a la vez fue un día de rectificación. El 23-E
logró que de una vez por todas se entendiera el sentido pleno de otro día
glorioso de la oposición, el 6-D-15, cuando apareció esa AN elegida de acuerdo
a la ruta pacífica, electoral, constitucional y democrática trazada por la
oposición en sus mejores momentos. Sin la AN- tan vilipendiada por el régimen y
por los grupos ultras de la oposición- no habría aparecido Juan Guaidó.
Nadie sabe los cursos que tomará ese movimiento
histórico formado por la inmensa mayoría nacional y el también inmenso apoyo de
los países democráticos del planeta. Guaidó al menos ha trazado una ruta: fin
de la usurpación, transición, elecciones libres. Puede ser que los avatares del
futuro inmediato alteren un tanto el orden de esos factores. Pues si entendemos
esa ruta de un modo dialéctico y no mecánico, veremos que cada uno de sus tres
trechos está contenido en los otros.
Guaidó también cometerá algunos errores, al fin no es
un enviado de Dios sobre la tierra. Lo decisivo será rectificarlos, como debe
ser en la política. En la historia nada es lineal.
4.
¿De dónde proviene esa incapacidad de la mayoría de
los políticos para reconocer errores y luego enmendarlos? Una respuesta
aproximada nos ha sido dada indirectamente por el escritor político uruguayo
Alejandro Lafluf.
Alejandro Lafluf, autor del libro Las Alas Abiertas de
América Latina, ha escrito en un reciente artículo (“La Grieta”) acerca de la
hiperinflacion del concepto “poder”. La influencia del marxismo en las ciencias
sociales y luego la positiva recepción de la filosofía de Michel Foucault han
terminado, según su opinión, por convencer a amplios representantes de la
cultura de que estamos sometidos en todo tiempo y lugar a relaciones de poder.
Bajo la consigna todo es poder, hemos llegado a concebir la vida en su
expresión más elemental: la lucha por el poder. El trabajo, las profesiones, la
familia, la pareja, el amor, todo ha sido, según Lafluf, reducido a simples
relaciones de poder. Y evidentemente, no es así. La vida es mucho más compleja
y rica que una simple conflagración de poderes.
Naturalmente, la política es lucha por el poder. En
ese punto no hay como contradecir a Max Weber o a Carl Schmitt. Pero eso no
significa que todo lo que se hace en política está legitimado por la lucha por
el poder. Si engañar, traicionar, mentir, son medios para acumular poder
político, quiere decir que la política será reducida a su estado de
proveniencia: la guerra, es decir, la no-política. No, no todo es poder ni no
todo nos está permitido en nombre de la lucha por el poder.
La creencia relativa a que todo es poder es una de las
razones que nos induce -y no solo en política- a no reconocer nuestros errores.
Dominados por el fetichismo del poder imaginamos que el reconocimiento de un
error es equivalente a una pérdida de poder frente a nuestros adversarios. Más
grave todavía cuando terminamos por no reconocer errores en nosotros mismos,
ante ese tribunal supremo que dictamina al interior de la conciencia de cada
uno. ¿Cuántas veces culpamos de nuestros errores a los demás? Con el reconocimiento
del error comienza la responsabilidad del ser frente al mundo.
Por supuesto, no se trata al reconocer errores de
andar poniendo la mejilla a cada enemigo ni mucho menos negar la existencia de
poderes antagónicos. El acento no está aquí puesto en el error sino en su
rectificación, acto que nos a ayuda a entender dónde están nuestros verdaderos
enemigos y cuál es su poder real y no imaginario a fin de enfrentarlos mejor.
Por lo tanto insisto: para rectificar (pensar) necesitamos del error.
Yerro luego existo. Podría haberlo dicho Decartes,
pero como no lo dijo, lo digo yo.
Fernando Mires
@FernandoMiresOl
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