La mayoría de los animales no comen carne humana. Sin embargo, hay tigres, leones, leopardos, osos y cocodrilos que, una vez que la han probado, la incorporan a su dieta y, activamente, cazan seres humanos para comerlos. Son los llamados “devoradores de hombres”. Una vez que han probado carne humana no pueden dejar de comerla.
Algo parecido está sucediendo con la política. En algunos países, una vez que el sistema político aprende a defenestrar al jefe de Estado, se acostumbra a hacerlo periódicamente. Los elimina a través de un sacrificio ritual que, generalmente, ocurre en tribunales, parlamentos y medios de comunicación, así como en plazas y calles. La conflictividad social, el revanchismo, la polarización y la antipolítica que hoy caracteriza a muchas sociedades crean el caldo de cultivo que conduce al despido, la cárcel y, a veces, hasta la muerte de sus presidentes.
Como sabemos, ese difuso pero feroz animal come-políticos ahora cuenta con las redes sociales como potente arma para acorralar a sus presas. También sabemos que la exasperación y frustración de los votantes contra sus políticos no es ni artificial, ni gratuita: la precariedad económica, la desigualdad, la corrupción y el mal desempeño de los Gobiernos son la causa última del enardecimiento de la fiera come-políticos.
Es obvio que a veces es sano salir de un mal jefe de Estado antes de que termine su periodo. Eso hay que aplaudirlo, no censurarlo. Brasil, por ejemplo, le debe mucho a los jueces que se enfrentaron a algunos de los políticos y empresarios más poderosos y lograron mandarlos a prisión. Cientos de miles de brasileños indignados por la corrupción reinante tomaron las calles y crearon el ambiente que condujo a la salida de la presidenta Dilma Rousseff antes de terminar su mandato. La fiera política brasileña que, sin darse cuenta, le abrió paso al ahora presidente Jair Bolsonaro, podría también devorarlo a él.
En Centroamérica el hábitat natural de uno de cada dos expresidentes es la cárcel. Según el diario mexicano El Universal , de los 42 presidentes que entre 1990 y 2018 gobernaron Guatemala, el Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, y Panamá 19 han estado, o aún están, en la cárcel.
Lo mismo sucede en Perú. El presidente Pedro Pablo Kuczysnki se vio obligado a dimitir en 2018 y recientemente, un tribunal ordenó su prisión preventiva por tres años. El expresidente Ollanta Humala también estuvo encarcelado, al igual que su esposa Nadine Heredia. Alejandro Toledo, quien fue presidente del 2001 al 2006 es prófugo de la justicia peruana y desde 2017 las autoridades han solicitado al Gobierno de Estados Unidos su extradición. Su esposa, Eliane Karp, tiene orden de arresto y está fuera del país. Keiko Fujimori, la líder de la oposición, ha sido condenada a tres años de prisión preventiva, mientras que su padre, el expresidente Alberto Fujimori, sigue purgando una larga condena. La cárcel también hubiese sido el destino de Alan García, el dos veces presidente, de no ser porque hace unas semanas se suicidó de un disparo en la cabeza cuando la policía llegó a su casa a detenerlo.
Este no es solo un fenómeno latinoamericano, es una tendencia mundial. La fiera come-políticos esta activísima en Europa. Y Asia no se queda atrás. Park Geun-hye, de 67 años, acusada de corrupción, se vio obligada a dimitir como presidenta de Corea del sur y cumple una condena de 24 años de cárcel, lo que en su caso equivale a cadena perpetua. Lee Myung-Bak, uno de sus predecesores, fue juzgado por corrupción y condenado a 15 años, mientras que otro expresidente, Roh Moo-Hyun, también implicado en un escándalo de corrupción, se suicidó. En Tailandia, Malasia e Indonesia hay situaciones parecidas.
Una de las sorpresas de todos estos derrocamientos es el reducido rol que han jugado los militares. En el pasado, los generales eran protagonistas centrales. Ya no. Ahora es la gente en la calle y los magistrados en los tribunales. El problema es que, a veces, la presión de la calle desborda a los jueces y los tribunales, en vez de hacer justicia, ceban la fiera mata-políticos.
¿Qué pensar de todo esto? Primero, que la impunidad no es tan común como se cree; muchos políticos corruptos terminan en prisión. Segundo, esto no parece hacer mella en la corrupción. Nada parece indicar que haya disminuido. Tercero, en estas cruzadas judiciales contra funcionarios corruptos, potenciadas por la indignación de la gente en la calle, seguramente se cometen injusticias. Cuarto: las acusaciones de corrupción forman parte del arsenal que usan los políticos contra sus adversarios.
¿Qué hacer? No hay que limitar el activismo judicial contra los corruptos, sino despolitizarlo. La más potente arma contra la corrupción son políticas públicas que no la incentivan. Las políticas públicas deben aumentar la transparencia de las decisiones de los funcionarios y disminuir su discrecionalidad. Y mejorar el escrutinio por parte de entes de vigilancia, medios de comunicación y organizaciones no gubernamentales.
Esto es más aburrido que ver a la fiera come-políticos en acción. Pero también mucho más sano.
Moisés Naím
@moisesnaim
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