Cambió. La vida de todos cambió. El mundo es otro para siempre. Se unió, sí, pero en tragedia, encierro, luto, lágrimas, miedo y muerte; sin embargo, también en solidaridad, conciencia y ganas de cuidarnos porque de nuestra salud depende la de otros y de otros depende la nuestra. No es un juego de palabras. No. Es la realidad que a traición nos golpeó y hoy nos hace responsables del destino.
Nadie jamás imaginó que todos tendríamos casa por cárcel y aunque en este momento es lo más prudente, duele, aturde y no terminamos de aceptarlo. Pero sí, hay que quedarse en casa y superar el proceso de negación porque lo que la humanidad hoy padece no es ficción, está ocurriendo.
Miramos hacia afuera y vemos dolor, angustia e impotencia. Nos ponemos en su lugar porque podemos llegar a estarlo si no acatamos a tiempo los protocolos de seguridad ya establecidos. Eso es una gran verdad. Qué peligro tan grande corre quién no piense igual. Estamos tan indefensos como un cristo a la intemperie, como aquellos abuelos que ya nunca volverán a leer cuentos, como aquellos jóvenes que por débiles, dejaron de respirar.
La vida y la muerte están en manos de nuestra sensatez y los problemas de Venezuela se acrecientan. Vuelvo a hablar de ellos porque la dimensión de la tragedia que a nivel mundial se vive es tan grave, que su emergencia realza el sufrimiento y las carencias que ya teníamos. Nuestros problemas siguen sin resolverse y crecen de manera descomunal ante la desdicha mundial que hoy nos arropa.
Por nuestros hermanos del mundo sentimos miedo y compasión, pero al volver la mirada hacia nuestro país, ese miedo y esa compasión también la sentimos por nosotros… la vida se complicó aún más. Se nos enredó el papagayo y por eso debemos tener cuidado.
Dicen que el coronavirus mutó, Venezuela también lo hizo. Ese virus, infierno innegable en vida, logró que perdiéramos la vista temporalmente y que desenfocáramos nuestros problemas. Dejamos de ver que los niños del J. M. de los Ríos y los pacientes de muchos otros hospitales siguen desasistidos y continuarán muriendo. Dejamos de ver que el agua no llega y la electricidad se va. Dejamos de ver al país petrolero al cual se le está terminando la gasolina. Dejamos de ver a los niños de la calle que sin zapatos, aunque yo sí los he visto, cubren su rostro con un trapo sucio jugando a que son vaqueros ante un peligro que no pueden calcular.
¡Pobre primer mundo! La muerte por asfixia deteriora sus pulmones y nos enseña que no existe enemigo pequeño. Que la prevención puede salvarnos del contagio y que en este caso, el miedo es un aliado.
Dicen, como si fuera sencillo en Venezuela, que hay que jabonar nuestras manos durante 20 segundos pero… ¿con qué las enjuagamos? ¿Con qué agua lavamos la ropa al regresar a casa después de comprar alimentos o medicamentos? En nuestro país, la recomendación más simple se hace difícil. Aquí, desde hace más de veinte años, lo sencillo es complejo.
¡Pobre tercer mundo! En las calles nos topamos de frente con el miedo. Ojos sobre máscaras, manos con guantes, pieles ocultas por protección. En las calles, a un metro de distancia ya no nos reconocemos, y si por descuido nos acercamos, un llamado severo de atención de un tercero nos hace avergonzar y retroceder hacia la lejanía mientras las cifras de infectados suben y la de nuestros muertos, porque son nuestros aunque no los conozcamos, también lo hacen y ¡Dios!… cómo duele.
Pero esto pasará y cuando eso ocurra, recogeremos los pedazos y reconstruiremos el mundo que, estoy segura, será completamente diferente y espero que mejor. Hoy, lo importante es tratar de salvarnos y así salvar a otros para algún día tocarnos otra vez, amarnos de nuevo y dejar de sentir miedo.
Aún no lo creo. Quiero despertar. Esto es una pesadilla. No es real. Pero al abrir los ojos me doy cuenta de que no estoy dormida. Vivir o morir depende de nosotros. Quedarnos en casa y rezar es lo apropiado porque Dios no nos va a desamparar y eso, en este momento, es lo único que podrá salvarnos.
Jeanette Ortega Carvajal
@Jortegac15
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