Pero ha habido también otras secuelas que zarandean la propia idiosincrasia, que desvisten esta rotura que somos, que abochornan. Los venezolanos hemos seguido aquel proceso no con la sosegada curiosidad del forastero, más bien del todo persuadidos de que lo que pasa fuera del coto doméstico está trazando nuestro destino: atentos al dictamen del fatum, en fin, el que “habla antes”. La mira de una política que ha sufrido los rigores de la desnacionalización, apuntó tan lejos que salió de nuestro control. Trágica confirmación del extravío con el que lidiamos desde 2017, al menos.
Al margen del influjo de liderazgos cuyo alcance ha sido vigorizado por la globalización -algo que, paradójicamente, igual remite a la tribu hiperconectada, mundo donde los atavismos y miedos más primitivos también se hiperconectan y prosperan juntos- la desesperada búsqueda de referentes externos en la que se embarcó nuestro país debería preocuparnos. Aun sabiendo que la falta de escrúpulos del régimen chavista lo vuelve un rival feroz, impacta ver cómo la fallida estrategia opositora acabó dejando a sus seguidores sin modelos capaces de invocar el sentido de pertenencia, sin conducción nítida, sin impulso vital, sin mapas que indicasen límites para la expectativa o guías para ubicarse en el aquí y ahora. Esa orfandad política de la sociedad venezolana la ha hecho botín de una múltiple desconexión: la que la inmuniza frente al vago ascendiente del liderazgo local. La que no le deja reconocer en Trump el mismo desafuero de Chávez. La que la aísla de la realidad fáctica. La que le impide que distinga, valore y estruje su propia potencia, su anti-fragilidad.
El peregrinaje que tuvo como leit-motiv el apoyo “de más de 60 países”, el espaldarazo de la siempre mudable comunidad internacional, “la coalición más grande después de la II Guerra Mundial”, ha encallado en fondeaderos dudosos. Con logros más simbólicos que reales, el ejercicio del poder sigue siendo esquivo. Sin incentivos para la participación, la brega interna está varada en una suerte de limbo, desplazada hasta hoy por la esperanza de que en algún momento arribase un león rubio a cobrar las deudas de nuestros verdugos y llenar el vacío de representatividad. Irónica mueca, que contrapuntea con el orgullo del Betancourt cuando picado por los tejemanejes de Fidel Castro, garantizaba el parto de libertadores en una tierra que, como mandó a decir, nunca necesitó importarlos.
La historia de Venezuela ofrece pruebas que hacían incontestable aquella afirmación. La irrupción de los partidos de masas en el siglo XX, para no ir muy lejos, la gesta tenaz de una constelación de personajes ajenos al determinismo y al argumento perezoso, convencidos de que el país merecía una democracia hecha para y por venezolanos, da fe de esa fecundidad. Y aunque en ningún caso se trata de anclarnos a la nostalgia patria, de hacer “liturgia de la efemérides” como en 1951 fustigaba Mario Briceño Iragorry (esa deificación que al final brindaría excusas para el imposible cotejo y la evasión de responsabilidades) sí resulta justo escarbar en los porqués de la regresión.
Considerando que al liderazgo lo define su capacidad de influir en otros, ¿qué llevó al nuestro a abrazar la indefensión y aceptar el desalojo de la propia autoridad? ¿Por qué esta inmolación en la pira del interés ajeno que más bien retrata al anti-liderazgo, uno que avanza a costa de sus huestes? ¿Qué ha hecho tan atractiva a esa dependencia, esa renuncia al alma, y prescindibles el sentimiento de autoeficacia o las ventajas de la autonomía?
Amén de la hoja de doble filo que encajan los generosos apoyos financieros (mitigando urgencias e incentivos para conectarse con los públicos locales y movilizarlos con fines estratégicos, como advierten Chenoweth y Stephan) el locus de control externo no nos abandona. Esa percepción de que lo que vivimos es fruto del azar, de decisiones ajenas a nuestra voluntad, del poder ilimitado de un Gran Otro, prospera más allá de la retórica de sectores radicalizados. La invalidante creencia de que lo que ocurre no se vincula al propio desempeño, a la deliberación y la acción política, respira bajo la saya de una fe que apenas disimula el miedo, pero que no lo quita. Los rubicundos dioses han ido cayendo de sus pedestales, entretanto, y los milagros del outsourcing están lejos de manifestarse.
No hay éxitos qué contabilizar, más bien manos vacías. Un déficit que castiga tanto a ciudadanos como a una dirigencia que cedió su potestad de liderar. El locus de control externo es lastre que arremete aquí y allá, a pesar de la evidencia que hace rato obliga a ajustar los abordajes, a pesar de la alarma que dispararon estos presuntos salvadores, autócratas que ofrecían restaurar la democracia… ¡menuda cuchufleta! El compromiso es mayor para quienes alentaron el embeleco, entonces: responder a una sociedad sumida en una estrechez que sólo se agudiza, devolverle la confianza en sus fuerzas, reconquistar la autonomía perdida reivindicando las armas que posibilitan esas transformaciones. “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”, escribía Jorge Luis Borges: no aplica a terrenos obligados a desechar la superstición, la idea de lo invariable. Allí es donde la voluntad y el foco del demócrata siempre han operado para frustrar el designio de los déspotas.
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