La
invasión militar a Irak en 2003 "no era el último recurso", concluía
el polémico reporte. Las decisiones sobre este conflicto “no se cuestionaron y
debieron haberse cuestionado", aseguró el investigador John Chilcot. En
virtud de las tajantes afirmaciones, Blair sorprendió a muchos con su “sí, pero
no”, fustigándose de forma vehemente pero al mismo tiempo justificando sus
jugadas. La sensación de que ambas posiciones no se conciliaban no se hizo
esperar, claro. Entonces Blair saltó de nuevo al ruedo: "No es incoherente
decir que tomamos la decisión correcta". Una señal de ofuscación que
restaba valor al hecho de haber aceptado “toda la responsabilidad". ¿Cómo
confiar de nuevo en quien reconocía haber avalado tal desbarro pero a la vez
recurría a la autoindulgencia, diciendo que era eso lo que procedía, que no
había alternativas y que su solo pecado fue fiarse de “datos erróneos”?
El
ejemplo del “desliz” de un funcionario curtido y respetado como Blair sirve
para ilustrar la grave obligación que atenaza al político. Si bien sabemosque
en manos humanas el ejercicio de la política no está blindado contra la
equivocación -mucho menoscontra esa tentación de “embellecer” la verdad o
desfigurarla, cuando conviene- lo menos que puedepedirse al liderazgo es algún
compromiso con la coherencia.
Pero
los procesos sociopolíticos no son lineales, recordaba hace poco un veterano
dirigente venezolano. Ah, precisamente: en virtud de esaincertidumbre que se
perfila como una perturbadora constante, sí luce necesario fijar no sólo
ciertos límites éticos, no sólo ciertas prioridades programáticas, sino líneas
estratégicas que, sobre todo en situaciones extremas, orienten la acción
táctica para que no se devuelva contra susimpulsores. El costo del recurrente
mal cálculo, de la acumulación de fracasos injustificables, es perder la
confianza de la gente. Y eso, en un contexto que hace crítico el apoyo robusto
de la sociedad al liderazgo democrático y lo que representa, es poco menos que
suicida.
Sabemos
que en el caso de Venezuela la consistencia estratégica no es algo que haya
distinguido a la oposición. A lo largo de estos años y según lo prescribía la
directriz de turno, podemos distinguir de hecho algunos “arcos narrativos” en
los que se alternan tercas secuencias, fruto de visiones más radicales, (2002 a
2005; 2014; 2016 a 2020) con las que respondían a políticas más realistas,
graduales y ajustadas a los parámetros de la ruta pacífica, electoral,
constitucional y democrática (2006 a 2013; 2015). Lejos de la adecuación de
métodos y fines operando a largo plazo, y como si la admisión del pobre
desempeño no se tradujese en una auto-interpelación de gran calado, esa
espasmódica mudanza ha dejado sus muescas. Una de ellas, la desestimación del
voto, la creencia de que apelar a él como recurso de organización-participación-denuncia-movilización
interna y palanca para desestabilizar a una autocracia, no tiene sentido. Un
resultado, también, de la insistencia en que “hemos hecho todo, y nada ha
funcionado”, verduguillo que desde las páginas de periódicos del mundo todavía
lanzan opositores que se empeñan en no ver más allá de la providencial ayuda
externa.
Un
discurso furtivo, moviéndose como el áspid en la cama de Cleopatra, sigue
interponiendo zancadillas, aun cuando hoy se hable de tomar el cabal y decoroso
camino de la rectificación. Pero para que tales abluciones funcionen es
esencial emprender una revisión a fondo de lo hecho, pesar el daño, reconocer
cuán cáustico fue el error de juicio, aceptar que hubo decisiones que “no se
cuestionaron y debieron haberse cuestionado" (como apuntó Chilcot en el
caso de Blair); y renunciar por ende a la infantil procura de dispensas. Lo
siguiente será desartornillar el viejo convencimiento y sustituirlo por otro,
ese que la tozuda obra del voluntarismo hizo tan impopular.
Amén
de una mínima correspondencia entre el decir y el hacer, y aun sabiendo cuán
contradictoria e imprevisible puede ser la realidad política, cuánta
flexibilidad y audacia requiere, es lógico reclamar ala dirigencia algo más que
una ristra de arrepentimientos crónicos, aislados. Después de todo, los apoyos
ciudadanos dependerán de que las promesas se traduzcan en acciones con
resultados tangibles, provechosos, sostenibles en el tiempo. Quid pro quo. La
situación de penuria generalizada azota a una sociedad necesitada tanto de
arreglos urgentes, como de la articulación de fuerzas que desde lo político
permita conquistar espacios,reinstitucionalizar, volverse influyente, exigir
cambios y que esa voz no se diluya, sino que estalle vigorosa, innegable,
clara.
Frente
a la invariable campaña de desmovilización opositora que despliega una
autocracia, el “hoy sí voto; mañana no; pasado mañana veremos si conviene”
resulta una extravagancia. Si el propósito es rehabilitar el valor del voto
como derecho y como medio de transitar hacia la democracia -lo que también
sugiere compatibilidad entre la fe democrática y la visión realista, diría
Giovanni Sartori- entonces lo sensato será abrazar responsablemente su
potencial, prever sus consecuencias. Eso seguramente incidirá en la
recuperación de la credibilidad, de la confianza y autonomía perdidas. La
política que se aficiona a la autonegación, a la pirueta permanente, al reset
compulsivo de convicciones, terminaría cebando la infeliz creencia de que un
adversario enfocado en su dañosa tarea será irreductible. Nada tan
chacumbélico, en fin.
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Venezuela
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