jueves, 18 de febrero de 2021

EDUARDO CASANOVA, CHINA

Viví en China en la década de 1990. Justo cuando empezaban a dar un giro sensacional: a dejar de lado el comunismo ortodoxo en la economía para adoptar el libre mercado, típico del capitalismo. Había estado en Cantón y en Beijing desde principios de noviembre hasta principios de diciembre de 1972, como integrante de la primera misión venezolana que fue a la China comunista.

Era una misión del Instituto de Comercio Exterior, pues los chinos querían que Venezuela les vendiera la urea a pesar de las presiones de USA, Holanda, Italia y otros países, presiones basadas en que los chinos pagaban mal y querían bajar el precio como fuera. El Canciller Calvani decidió incorporarme al grupo para que negociara con Beijing el establecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países.

Mi trabajo no fue difícil. Las negociaciones relativas a la compraventa de urea, en cambio, resultaron complicadísimas. La avaricia de los chinos era proverbial. Querían que Venezuela no le vendiera urea sino a China, y ofrecían montar diez plantas de producción en territorio venezolano, financiadas por ellos, pero también controladas por ellos, y en condiciones leoninas. Leopoldo Díaz Bruzual, el “Búfalo”, que presidía el Instituto de Comercio Exterior y la delegación, se dejó seducir por los chinos, y era partidario de aceptar todas las condiciones que imponían. El resto de la delegación, incluido yo, tenía muchas dudas. Los chinos eran avasallantes y lo querían todo para ellos. A la larga sería una relación demasiado desigual, de un gigante avaro con un pigmeo de gelatina. La fuerza bruta del gobierno chino era abrumadora, no conocía la piedad, y nos dábamos cuenta de que era muy difícil negociar con gente así.

A pesar de las opiniones de todos los integrantes de la delegación, el Búfalo firmó un documento en el que Venezuela quedaba en absoluta inferioridad y entregaba a China todo lo que podía entregar. Naturalmente, el compromiso no pudo cumplirse, porque Venezuela no lo ratificó y, peor aún, porque la urea no se produjo nunca en las cantidades que querían los chinos. Diecinueve años después regresé a Beijing como embajador de Venezuela. Era mucho lo que había cambiado. Ya no había “Revolución Cultural” y aunque la dictadura comunista seguía rígida y sin grietas en lo político, en lo económico empezaba a imponerse un pragmatismo tan grande como el país y ya se hablaba de economía de mercado y de productividad, así como de dejar de lado los controles oficiales y la planificación central y todas esas monsergas de los comunistas.

Luego de hablar con varios diplomáticos, varios hombres de negocios y hasta algunos disidentes chinos (a pesar de la prohibición que existía), verifiqué que lo que se vive en China es un sistema capitalista al más puro estilo manchesteriano, pero mezclado con un esclavismo al estilo del europeo del siglo XVIII, lo que les permite reducir los costos de todo lo que hacen hasta niveles absurdos. Y todo combinado con una dictadura implacable: los chinos jamás han conocido nada ni remotamente parecido a una democracia, y cada vez que ha habido un régimen menos fuerte que una dictadura total el país ha tendido a desmembrarse. China en realidad es un archipiélago de nacionalidades que hablan varios idiomas y tienen diferentes costumbres, y que durante milenios han sido dominados por una de las nacionalidades, o, mejor dicho, aplastados por una de esas nacionalidades.

En las transiciones entre dinastías China ha corrido el riesgo de disolverse, y por eso necesitan dictaduras implacables, tenebrosas, inescrupulosas, como la actual, la comunista. La actual, que los diplomáticos de la década de 1990 bautizamos “Dinastía Panda” pero que en realidad es la Dinastía Comunista, ha sido de las más crueles y dañinas que ha padecido ese gran país. Millones de seres humanos murieron a causa de los errores y las locuras del primero de sus emperadores, Mao Zedong, y sus sucesores no se han quedado atrás, aunque sus muertos no se han publicitado tanto como los del primero.

Desde mi llegada, en los primeros días de enero de 1991, decidí que mi tarea fundamental era proteger a Venezuela de la apetencia china, y con la inapreciable colaboración de Antonieta Madrid, que era Consejero y luego fue ascendida a Ministro Consejero, logramos colocar una sólida barrera para evitar la invasión de chinos que querían imponernos las autoridades locales por aquello de las remesas en dólares. Mal que bien, pusimos a salvo nuestros intereses de pigmeo desamparado frente a la avidez del gigante avaro. Pero la pequeñez de un par de potentes de la época, uno alto funcionario del gobierno y la otra su segunda, que querían vengarse de mí por razones personales, combinada con la pequeñez de los que se habían apoderado de Acción Democrática y Copei, los mismos que no mucho tiempo después causaron la destrucción de sus partidos y le dejaron el campo libre al militar golpista, narcisista, populista, inepto y resentido que literalmente acabó con la democracia y con Venezuela, hizo que tuviera que dejar violentamente mi posición sin haber cumplido nueve meses de gestión.

El Presidente Carlos Andrés Pérez, que ya estaba en la cuerda floja, hizo lo posible por defenderme, pero allí pude ver que no tenía en absoluto la fuerza que muchos le atribuían, por lo que pronto los pigmeos irresponsables lo sacaron de la presidencia de la república, que es algo que el país ha tenido que pagar con sangre, sudor y colas. Y poco a poco vi con mucho dolor cómo se cumplían mis peores pronósticos con respecto a China, cuya clase dominante, que defiende el esclavismo y los abusos de poder a diestra y siniestra, se ha engullido a Venezuela.

El imperialismo chino es mucho peor y más dañino que el norteamericano. Los irresponsables que han manejado (y destruido) a Venezuela, como que no se dan cuenta de que el objetivo de las autoridades chinas es apoderarse del mundo, y de un mordisco se comieron a Venezuela. La actual dinastía, la “Panda”, es el resultado de siglos, y hasta milenios, de sumisión de las grandes mayorías a minorías implacables. El Partido Comunista Chino nunca tuvo las mismas características de los comunistas occidentales: siempre fue mucho peor. No tenía que destruir ningún sistema democrático, puesto que en China nunca hubo nada remotamente parecido a democracia.

Al caer el último emperador, se impuso un gobierno que tenía mucha relación con el régimen ruso. Los comunistas chinos se cansaron de ser gobernados por una copia de Moscú e hicieron una guerra victoriosa que llevó al poder al Partido Comunista, más radical y cruel hasta que el ruso, que no vaciló en causar la muerte de millones de chinos para satisfacer los caprichos del “Gran Timonel” y sus cómplices inmediatos.

Uno de sus sucesores, el pragmático Deng Xiaoping, decidió dejar atrás las ideas del comunismo en materia económica, y el resultado ha sido impresionante. Pero pretender que eso s puede hacer en Venezuela es un soberano disparate: Venezuela sí conoce la democracia y, aunque pueda parecer discutible, los venezolanos no van a aceptar pasivamente la esclavitud.

El comunismo ha fracasado rotundamente en nuestro país, al extremo de que hasta los comunistas ortodoxos, los del diminuto Partido Comunista de Venezuela, terminaron rechazando a Maduro y el chavismo y siendo rechazados por Maduro y el chavismo.

La vuelta a la democracia es cuestión de tiempo, pero parece inevitable. Ya volveremos a una economía sensata con un gobierno sensato, que nada tendrá que ver con el actual modelo chino. Y habrá que cuidarse con especial cuidado del imperialismo chino. Y aunque parezca discriminatorio, habrá que regresar, de hecho, a la práctica que existió en tiempos de López Contreras: la prohibición de entrada de inmigrantes chinos. Vienen por instrucciones del régimen de Beijing, y no solamente a enviar dólares a su país, sino a imponerse en el nuestro como lo hicieron con los chavistas, los vendepatrias chavistas. 

Eduardo Casanova
@eduardocasanova
Enviado a nuestros correos por
Freddy Rios Rios
friosrios@gmail.com
@doserre
Venezuela

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