Escalando el ataque vinieron entonces las estrecheces presupuestarias, un ahogo que hoy por hoy hace que las universidades apenas reciban alrededor del 2% del presupuesto solicitado para su funcionamiento. En consecuencia, ya no es solo el espacio físico en franco deterioro, sino que su razón de ser -el cuerpo profesoral y los estudiantes- ha quedado reducida a la humillante condición de “pobres de solemnidad”, aquella caracterización de la segunda mitad del siglo XVIII español con que se designaba a quienes tenían derecho a la justicia gratuita, por carecer manifiestamente de medios de fortuna.
Porque, ciertamente, recibir como pago mensual el equivalente a menos de 10 dólares en el escalafón académico más alto entra en esa tipificación dieciochesca de la pobreza última. A tal punto llega la humillación, que circulan por las redes llamados a donar ropa usada en buen estado como ayuda al profesorado universitario e innumerables solicitudes de apoyo financiero (tipo GoFundMe) para la asistencia médica de colegas enfermos. No en balde, el profesorado que aún queda en el país está desmotivado para cumplir su función.
No bastando con todo esto, el asalto a las instituciones de educación superior también va contra la libertad académica y la autonomía, nuez y esencia de la vida universitaria. El artículo 109 de la Constitución establece que el Estado consagra la autonomía universitaria para dedicarse a la búsqueda del conocimiento y para planificar, organizar, elaborar y actualizar los programas de investigación, docencia y extensión, a la vez que autoriza a las universidades autónomas a darse sus normas de gobierno y funcionamiento. Eso en el papel, porque la realidad es otra.
No es solo la pretensión de agredir al claustro en las universidades autónomas para convertirlas en asiento populista del voto paritario universal, o sea, la comunidad académica propiamente dicha más los sectores administrativos y obreros, en la elección de las autoridades universitarias, en abierta violación de la Ley de Universidades. Es también la idea, repetida una vez más en días recientes, de establecer una lista de lo que el régimen considera “carreras prioritarias”, aquellas alineadas con el Plan de la Patria 2019-2025 que mejor se posicionarían por su utilidad para reactivar el aparato productivo, 145 carreras mayormente centradas en cinco áreas del conocimiento (salud, educación, producción, desarrollo industrial y construcción) .
De esa lista están excluidas diversas carreras científicas y todas las humanistas y de las ciencias sociales, que por contraposición a las carreras prioritarias serían improductivas e inútiles. De esta forma quedarían eliminadas de la conciencia del país, en un retroceso a la barbarie que nos dejaría a merced de ideas preconcebidas, prejuicios y verdades impuestas desde el poder a través de un mecanismo violatorio de la autonomía universitaria.
Esto ocurre mientras el asunto de la libertad académica y la autonomía universitaria ha pasado a ser materia de derechos humanos, internacionalmente reconocido. En efecto, hace pocos años el Comité de Derechos Económicos, Culturales y Políticos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos amplió la Observación General Nᴼ 13 relativa al derecho a la educación para incluir la libertad académica y la autonomía de las instituciones educativas como condición indispensable para el disfrute del derecho a la educación. Libertad no solo para desarrollar y trasmitir ideas mediante la investigación, la docencia, el debate, sino para expresar opiniones diversas, sin discriminación ni miedo a la represión del Estado, en un marco de autonomía de las instituciones de enseñanza superior.
Esta
nueva disposición legal debe servirnos de norte para responder al llamado de
rescate de nuestras universidades, ahora en peligro de ser sometidas a una
nueva Ley de Universidades que podría aprobarse sin el consenso de la comunidad
universitaria a la que serviría.
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