Lo primero que hay que agradecerle pues, a Ediciones
La Palma, es no tener que ir zanqueando aquí y allá los relatos dispersos de
Juan Carlos Chirinos que, según expone el autor en una nota preliminar, habrían
sido escritos en el lapso de quince años, publicados en diversas antologías, y
reunidos, finalmente, en La sonrisa de los hipopótamos.
Zanqueando, porque Chirinos brilla por la riqueza de
su lenguaje, pero también por el amor a lo raigal, a lo cotidiano, y esa es una
palabra de nuestro léxico, como autóctono es su saludo al lector, que invoca el
flamígero follaje de uno de nuestros árboles: salud y hojitas de bucare.
La sonrisa de los hipopótamos toma su nombre de uno de
los once relatos que conforman el libro y que, en opinión de los editores,
sitúan a los personajes “ante misterios y miedos que son universales”.
La situación más prosaica, la anécdota más anodina, se
vuelve un episodio digno de ser leído cuando es Chirinos quien lo narra. El
evento más insignificante da pie a un ejercicio de imaginación y elocuencia que
transforma en historia apasionante lo vulgar. Por añadidura, el lector no lo
recibe todo masticado: siempre hay un grado mínimo de indefinición que se
constituye en hendija sobre lo fantástico, y que requiere la participación de
quien lee para brindar una explicación a lo ocurrido. Así pues, es infinita es
la capacidad de génesis que alberga cada uno de los cuentos de esta antología.
Eso, en caso de que alguien sienta la necesidad de “entender” lo que se narra,
cosa que a mí no me interesa en absoluto: me doy por satisfecha con disfrutar.
Decía Borges que “uno no es lo que es por lo que
escribe, sino por lo que ha leído" e, indudablemente, Chirinos ha leído
sin tasa, lo que sumado a una memoria portentosa se traduce en una serie de
referencias que dan cuenta de su indiscutible erudición.
Debí haber imaginado que era un apasionado del ajedrez. Lo azuzo estableciendo similitudes entre uno de sus cuentos (el que más me gustó) y la serie de televisión Gambito de dama y me deja claro: “está inspirado en «hechos reales» y en mi devoción al ajedrez”. Secretamente sé que el cuento antecede a la serie, basada en la novela homónima de Walter Tevis, y que ya había sido publicado en 2019.
Dedicado a su hermano José Leonardo, Qué dios detrás
de dios dispara una instantánea sobre un improvisado campamento infantil,
organizado en La Victoria con motivo de un torneo de ajedrez. Pero hubiera
podido tratarse de cualquier otra cosa, porque lo maravilloso es el retrato de
los personajes, cada uno con su correspondiente cuota de poder, derivada ya de
la paternidad, ya de la condición de juez del torneo, o del absoluto desprecio
por las normas que libera a uno de los niños del freno que supone la censura
social.
La mirada de Chirinos se pasea por las más heterogéneas locaciones: la oficina de un tecnócrata, la mansión de un millonario, un vagón de metro o la selva amazónica. Poco importa. Lo relevante es el discurso, el ejercicio narrativo que hace alarde de una agudeza ante la cual el lector no puede menos que sonreír.
Interesante es, también, cómo coexisten situaciones que no son simultáneas en las dos historias referidas a Catrusia, que nuestro autor define como “dos marcas temporales en ese madero siempre a punto de pudrirse que es la vida escrituraria de un cuentista”.
Disfrutará, en suma, el lector, del recorrido por las
páginas de esta antología, que demuestra por qué Chirinos, como bien expresa la
editorial, “es ya una referencia de la literatura latinoamericana”.
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