Para
efectos del cambio pacífico al que el demócrata debe/puede aspirar, el problema
que de allí se deriva no es nuevo, ni simple. ¿Cómo convertir una multitud
dispersa y sometida por la precariedad en mayoría políticamente útil? ¿Cómo
enlazar la lucha por reivindicaciones sociales con la brega política contra el
autoritarismo? ¿Cómo conectar “los problemas de la gente”, la atención de las
urgencias de la sociedad civil con la razón de ser de líderes y partidos, esa
legítima aspiración de acceder al poder?
Por
eso, aunque nutrida por lo social, la labor integradora de lo político tiene
pulso propio. Historias como la de Polonia, el salto de “Solidaridad” desde la
arena de la lucha sindical a la del partido, por ejemplo, sirven para
ilustrarlo. Las huelgas de astilleros de Gdansk en país sometido por el yugo
soviético y con gremios profesionales controlados por el Estado; con una
iglesia que se hizo cada vez más influyente y grupos de intelectuales que iban
surgiendo y engrosando el movimiento social; todos elementos que abonaron a la
transición de 1989, una vez que aquellos enviones fueron acoplados por la
conducción de un despabilado liderazgo.
No fue
este un salto súbito, en fin. Tampoco una maniobra libre de caídas, tanteo y
virtuosismo. A las jornadas iniciales de protestas por el alza de los precios
siguió un creciente proceso de organización impulsado desde las bases; esto en
el marco del inicio y fin de sanciones internacionales, y una liberalización de
la economía que el gobierno ensayó, pero que no remedió el estancamiento
político. La hora fue entonces propicia para plantear negociaciones enfiladas a
elecciones (sub-óptimas, pero posibles) que abrieron espacios para reformas
progresivas. Una política del “zig-zag”, a decir de Jane L. Curry; de idas y
venidas hasta que “la virtù que nace de la ocasión” (Maquiavelo) selló el casorio
entre las demandas de lo social y la labor articuladora de lo político.
Lo
descrito abunda en méritos que en Venezuela se han ido esfumando. Preocupa
distinguir acá una ciudadanía cada vez más distanciada de la oferta del
liderazgo político, y un liderazgo que a su vez luce casi catatónico,
divorciado de su misión, incapaz de ubicar el siguiente escalón.
Desleídos
tanto por causa de la tenaza autoritaria como por crisis internas acumuladas y
evadidas, los partidos siguen acuciados por los mismos dilemas estratégicos.
¿Negociar o esperar a que el colapso produzca el quiebre? ¿Participar o
abstenerse? ¿Usar las elecciones viciadas como vía para crear condiciones que
no existen, o supeditar la participación a los efectos de una presión incierta?
¿Cooperar con sentido pragmático para contrarrestar el raquitismo de las
partes, o seguir levantando barricadas que separen a la “oposición verdadera”
de la “falsa”? ¿Ganar gobernaciones para habilitar alguna mínima interlocución
entre una población castigada y un Estado indolente, o abandonar a priori la
tarea por el “coco” de los protectorados? ¿Fomentar confianza en virtud de la
capacidad para impulsar mudanzas institucionales, o renunciar a la zona de
oportunidad mientras Maduro siga en el poder?
Mientras
persiste nuestro atasco político, sectores de la sociedad civil no dejan de
alzar sus voces, de movilizar clivajes para visibilizar la exigencia razonable:
la necesidad de atender en lo inmediato a una población víctima de la
privación. Condicionar tal atención a la resolución de la crisis política
equivaldría, según ilustra Luis Vicente León, a “rescatar a un cadáver”. Sí:
lejos de ser una abstracción, como una vez escribía Jorge Luis Borges, esa
“masa de oprimidos y parias” habla de individuos mortales y sufrientes. Temas
como la vacunación masiva contra el Covid-19 obligan a los actores internos y
externos a facilitar acuerdos urgentes. Un ejercicio puntual de toma y daca, de
paso, que quizás generaría ventajas para una puja por acuerdos integrales.
De
modo que esa gestión pinchada por la supervivencia y por tanto impensable fuera
del corto plazo, debería ser vista como parte de un trabajo mucho más amplio,
la articulación que sólo prosperaría en el mediano-largo plazo. A eso remitiría
el exhorto a “volver a hacer política” que desde la sociedad civil se extiende
a los responsables de tales menesteres. En atención a este criterio no caben
“batallas definitivas”, sino la faena que, en sensible sintonía con los tiempos
de lo social, avanza con tenacidad, astucia, foco.
Hay
que saber distinguir entre aquello que pide un “alto al fuego”, la pacificación
de la escisión, en fin, y lo que se nutre de la fractura éticamente
aprovechable para la movilización/participación colectiva, la lucha agonista
por el poder. Asimismo, los nuevos desafíos exigirán recomponer fuerzas no para
aspirar “ya” al “todo” -lo contrario sería apelar a un optimismo candoroso-
sino para poder impulsar con éxito una transformación sostenida y profunda del
estado de cosas. He allí una dinámica de intervención virtuosa de lo social que
sin los apoyos de una ciudadanía física y espiritualmente solvente, por cierto,
difícilmente eludirá la cuneta del eterno retorno.
mibelis@hotmail.com
@Mibelis
@ElUniversal
Venezuela
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