Una de esas formas de gobierno, es la democracia, que
etimológicamente significa “el gobierno del pueblo para el pueblo” la que más
se interesa por el bienestar de la sociedad. En el pensamiento político clásico
se consideraba que todo gobierno, no solo debía acceder y permanecer en el
poder mediante procedimientos legales, sino que además era exigible que
concurrieran otros requisitos. El engaño, la mentira o la manifiesta
incompetencia para gestionar el bien común no estaban legalmente tipificados
como circunstancias que permitían ilegalizar a un gobierno. Pero el hecho de
que el engaño, la mentira o el daño irresponsable al bien común no hayan sido
legalmente inadmisibles ¿significa que deben ser políticamente admisibles?
Ante lo citado anteriormente, se me antoja una frase
del escritor portugués José Saramago: “Todo se discute en este mundo excepto
una cosa: la democracia. Pero, ¿Cómo podemos hablar de democracia si aquellos
que realmente gobiernan el mundo no son elegidos por el pueblo?”, se preguntaba
el poeta lusitano. ¿Son ilegítimos? Me interrogo yo. En el pensamiento político
clásico son considerados dos tipos de legitimidad: la legitimidad de origen y
la legitimidad de ejercicio. Algunos gobernantes que conocemos, no tienen ni la
una, ni la otra. Los gobiernos se tornan ilegítimos cuando no hacen las cosas
necesarias para la buena marcha de una democracia.
Un gobernante con legitimidad de origen es aquel
ciudadano que fue elegido por sus conciudadanos para administrar los bienes del
Estado, que pertenecen a toda la comunidad y que tiene la obligación de
garantizar el bien común y velar por el bienestar, la prosperidad y la
felicidad del pueblo. Esa es la única función que legitima el ejercicio de un
gobernante. Según Jean-Jacques Rousseau la legitimidad la otorga la voluntad
general de los sometidos al poder.
La legitimidad de desempeño tiene que ver con la mayor o menor capacidad de un gobernante para respetar las normas, las leyes, la Constitución, es decir, los modos democráticos. Podemos determinar que la legitimidad de ejercicio se atribuye a la legitimidad de cualquier funcionario derivada de sus actuaciones, durante el tiempo destinado al ejercicio de su cargo, ya sea en ejercicio de dichas funciones o en otros ámbitos, por lo tanto, un gobernante puede asumir un cargo público con base en la legitimidad de origen, pero puede no tener necesariamente legitimidad de ejercicio o desempeño.
San Agustín, en su obra, La Ciudad de Dios, apuntaba:
“Sin la virtud de la justicia, ¿Qué son los reinos sino unos execrables
latrocinios? Y éstos, ¿Qué son sino unos reducidos reinos? Estos son
ciertamente una junta de hombres gobernada por su príncipe la que está unida
entre sí con pacto de sociedad, distribuyendo el botín y las conquistas
conforme a las leyes y condiciones que mutuamente establecieron. Una vez,
teniendo preso a un corsario Alejandro Magno le preguntó ¿Qué te parece como
tienes inquieto y turbado el mar? El corsario le respondió con gracia y
arrogante libertad: “¿Qué te parece a ti cómo tienes conmovido y turbado todo
el mundo? Mas porque yo ejecuto mis piraterías con un pequeño bajel me llaman
ladrón, y a ti, porque las haces con formidables ejércitos, te llaman rey”.
Pensando en problemas más domésticos, que atañen al
poco interés por resolver dificultades, la manera de actuar de un gobierno
legítimo o ilegítimo, la resumió impecablemente el viejo zorro de la política
Jean-Claude Juncker, ex-primer ministro de Luxemburgo y más tarde presidente
del Eurogrupo: “sabemos exactamente lo que debemos hacer; lo que no sabemos es
cómo ser reelegidos si lo hacemos”. Tal y como es el material humano que
sostiene a nuestras sociedades, pareciera que estamos abocados a un triste
dilema entre ignorar y agravar los problemas manteniendo la decoración
democrática o hacerles frente y olvidarnos de cualquier atisbo de democracia y
hasta de libertad.
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