viernes, 12 de marzo de 2021

ANA MARÍA MATUTE, LA IDENTIDAD PERDIDA

I
 
Todavía recuerdo cuando mi mamá me llevó a la oficina de identificación y extranjería para sacarme mi primera cédula. Como todo lo que hacía mi mamá, fuimos muy temprano en una mañana fría y nublada de los Altos Mirandinos. Ese día no fui al colegio, pues era prioridad que obtuviera mi documento.
 
Esa primera firma siempre es insólita, pero la estuve practicando con mi papá un tiempo. Estaba inspirada por la de él, porque era una cosa imposible de imitar, así como su letra ilegible que le hacía honor a su profesión de médico y que yo aprendí a descifrar tan bien que luego le pasaba sus manuscritos a máquina. Como buen científico, siempre estaba investigando.
 
Recuerdo que antes, cuando alguien se vestía elegante, la gente para bromear le preguntaba: “¿Vas a sacarte la cédula?”. Era todo un acontecimiento.
 
Y lo mismo pasaba con el pasaporte. El primero que tuve fue apenas una hoja con todos mis datos y los de mis padres en la que decía que tenía permiso de viajar. Luego vino la libretica. Fue tan fácil obtenerla que de eso sí no me acuerdo.
 
 
II
 
El derecho a la identidad es un derecho humano y está contenido en los artículos 7 y 8 de la Convención de los Derechos del Niño aprobada en 1989.
 
Venezuela suscribió ese documento en su oportunidad y en la Constitución figura que como país respetamos y debemos respetar todas estas declaraciones como nuestras.
 
Eso quiere decir que por cada niño que no tiene una partida de nacimiento, por cada escolar que no puede sacarse la cédula, pero también por cada venezolano que no puede contar con un documento, se viola no solo la carta magna de Venezuela, sino un derecho humano.
 
Que no venga nadie a decirme que el caos al que se someten los niños para sacar una cédula se debe al año de pandemia y cuarentena, porque es bien sabido que el Saime es un desastre desde hace años.
 
Nunca antes había sido una pesadilla perder la cédula o que se venciera un documento.
 
III
 
Después de sortear todos los obstáculos de la página web del Saime, mi sobrino logró pagar (nada barato) y hacer que el sistema me diera la cita para renovar el pasaporte.
 
Aprovechamos la ola, como bien me dijo mi niño, porque los primeros meses del año siempre la oficina funciona como debería. Si se cuenta no se cree, pero los venezolanos saben que si no se aprovecha, luego el Saime entra en un hoyo negro que se traga todo y no escupe nada.
 
Llegamos a las 7:30 am a la oficina que nos tocó y ya la cola era de dos cuadras sin distanciamiento social posible. Comenzaron a atender alrededor de las 9:00 am y ya yo estaba sentada en la acera porque no daba más.
 
Llovió, salió el sol, nos dio hambre, decidimos no tomar agua porque no había baños cerca. Pasaban las horas y lo que veíamos era que la gente se acumulaba en una especie de jardín convertido ya en terraplén.
 
Allí estaban con nosotras ancianos en sillas de rueda, mujeres con bastón, niños con sus padres, gente del interior del país, todos tragando polvo. Yo me echaba a cada rato gel alcoholado en las manos, pero igual estaba tirada en el piso.
 
Llamaron a mi hermana pero para decirle que tenía que llevar otros pasaportes más viejos que el que se le acababa de vencer. Así como lo leen, insólito. Yo me quedé esperando dos horas más.
 
Fueron ocho horas de tragar polvo, sin ir al baño, sin comer, sin tomar agua para que me entregaran algo a lo que tengo derecho y por lo que pagué más de lo que paga la mayoría en el mundo.
 
Eso es el régimen, una máquina para humillar. Y nosotros no tenemos más remedio que revolcarnos mientras nos patean.
 
Menos mal que aún quedan en mi memoria los recuerdos de lo que pudo ser Venezuela.
 

Ana María Matute
amatute@el-nacional.com
@anammatute
@ElNacionalWeb
Venezuela

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