Las
demenciales políticas económicas de Maduro han provocado el éxodo de más de 15%
de la población –unos cinco y medio millones de personas- algo que jamás había sucedido en América Latina, ni en
ninguna otra nación que no haya vivido una guerra fratricida por razones
políticas, étnicas o religiosas; ni haya estado sometida a ninguna catástrofe
natural debido a inundaciones incontenibles o sequías prolongadas.
Las
alianzas internacionales de Maduro y el éxodo masivo y continuo de venezolanos,
con tendencia a crecer, han encendido las alarmas de las naciones receptoras de
la mayor cantidad de venezolanos. Las respuestas de los países vecinos han sido
de distinto signo. Desde 2020 se han visto brotes xenofóbicos en Panamá, Perú,
Ecuador, Chile e, incluso, en Colombia. La respuesta de los gobiernos ha sido
variada. Se ha movido entre el fariseísmo
y la indiferencia. Han condenado oficialmente las manifestaciones chauvinistas
de algunos habitantes, pero no han articulado ninguna política para
contenerlas, ni adoptado medidas coherentes para proteger a los venezolanos empujados a huir de Venezuela
de forma caótica e improvisada.
Los
gobiernos que han marcado pauta son los de Iván Duque y Joe Biden. Ambos
aprobaron sendos estatutos de protección temporal a los venezolanos que se
encuentran en Colombia y Estados Unidos en situación ilegal. En el caso de
Colombia, el estatuto les concede el beneficio de protección por los próximos
diez años; en el de Estados Unidos, la gracia fue concedida por dieciocho
meses, lapso que permite regularizar la situación de los indocumentados.
Sin
la estridencia y fanfarronería de Donald Trump -para quien todas las opciones
estaban colocadas en la mesa- la administración de Biden dio un paso
trascendental: blanqueó la situación de los venezolanos que huyeron al norte
buscando realizar el sueño americano. Por supuesto que concretar ese sueño, o
estabilizarse en una sociedad tan compleja como la colombiana, en absoluto
resulta sencillo. La Covid-19 ha estremecido los cimientos de la economía
estadounidense y colombiana. Los venezolanos residenciados en esas dos naciones
tendrán que competir en condiciones muy exigentes con los nativos y, en Estados
Unidos, con los ciudadanos de muchas otras latitudes que, al igual que los
venezolanos, aspiran establecerse y progresar en esa sociedad. La entrada en
vigencia del estatuto no garantiza el éxito de nadie. Solo les permite a los
beneficiarios quitarse de encima la preocupación de que pueden ser deportados
en cualquier momento.
Además,
el decreto del TPS en Estados Unidos y Colombia marca una nueva línea de
confrontación entre los gobiernos de esas naciones y el régimen de Maduro.
Desde luego, que no resuelve las causas
estructurales que causan la diáspora, como señalan algunos personajes que
quieren pasarse de listos. El estatuto no está concebido para reanimar la
economía venezolana, debilitar internamente a Maduro y provocar una alianza de
fuerzas políticas y sociales que terminen eyectando al mandatario. Su finalidad
es mucho más sencilla y directa: busca aliviar el peso de la carga a los
millones de venezolanos que acosados por el hambre, la inflación, el desempleo
y la inseguridad, han huido despavoridos de Venezuela. Trata de hacerles la
vida más amable a los niños, mujeres, padres y madres de familia, y personas de
la tercera edad, que se fueron porque el régimen les cerraba las puertas y les
anulaba la existencia.
La
aprobación del TPS representa una condena a las inequidades sociales creadas y
propiciadas por el modelo madurista. Nadie se escapa por los caminos verdes, o
emprende caminatas interminables, de un país lleno de oportunidades para
ascender. Nadie ha visto a balseros partiendo de las costas de Florida para
alcanzar las playas de Cuba. Ni a un lote de norteamericanos atravesando
Centroamérica con el fin de llegar a la Venezuela de Maduro.
También
constituye un alegato contra la destrucción de la democracia. La crisis
provocada por la Covid-19 podría ser mejor enfrentada si los millones de
venezolanos que han emigrado, permaneciesen en el país para participar en la
reconstrucción de la economía. La miseria y el cerco político, sin esperanza de
un cambio cercano, es el viento de cola que ha impulsado a los venezolanos a
fugarse.
La
solidaridad activa de los presidentes Biden y Duque debería convertirse en un
ejemplo de unidad de propósitos en el que se mire la oposición venezolana.
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