El laberinto discursivo en el que
nos metió el Socialismo del siglo XXI ha tenido que ver con eso, qué duda cabe.
Ira y resentimiento son padres de esa cultura del agravio que suele remitir no
al liderazgo sanador, sino a la agitación de cabecillas clamando por cobros y
resarcimientos. Motor de las revoluciones, afirma Sloterdijk, ambas pasiones
abonan al banco de “depósitos aplazados de los impulsos thimóticos” que hacen
rendir el deseo de venganza hasta el fin de los tiempos. Tal inquina, a menudo
embutida en el traje de la más legítima reivindicación, no deja de cosechar
adictos. También el odio, avisa Szymborska, “sabe crear belleza”.
Pero hay que admitir que en
Venezuela esa torva dinámica dejó de ser patrimonio exclusivo de
“revolucionarios” cada vez más desacreditados, cada vez menos capaces de atraer
devotos. Hace rato que el hartazgo y la frustración brindan caótica excusa para
la suspicacia, primero. Luego para la fobia, la intolerancia. Finalmente, para
la abierta destrucción del otro; y eso incluye al antiguo aliado, devenido en
rival. La arena política luce cada vez menos política y cada vez más llevada
por la hostilidad pequeñita y mezquina, oculta bajo la saya de las grandes
causas. La demarcación entre “ellos” y “nosotros” se traduce en archipiélago de
lotes liliputienses, en miopía para juntarse y domar la incertidumbre.
Y no se trata de negar la
discrepancia y el conflicto, elementos constitutivos de la política. El
problema está en los modos en que se entiende esa confrontación, en aceptar o
no la legitimidad del adversario, en decidir gestionar eso civilizadamente o no.
Es la designación del otro como enemigo existencial la fealdad que perturba, lo
que habilita la anulación de todo aquel que no es de “los nuestros”. Cierta
cultura de la cancelación -arbitraria, carnicera y dañina, como suele ser-
aplica acá su tenaza.
Cuánto retroceso. Podríamos decir
que, víctimas y promotores del “fuego amigo”, nos vamos haciendo expertos en
demoler puentes, los medios para conectar con el dolor ajeno. Pues en esos
disparos provenientes del propio bando, en esos frutos del fallo en la identificación
del objetivo, preocupa sobre todo distinguir cómo la compasión se va licuando,
volviéndose prescindible. El impulso que prevalece en algunos es triturar,
triturar todo lo diferente, todo lo que no calza en los moldes de cierto odio
identitario. En medio del tremedal, por supuesto, a expensas de la
normalización del despellejamiento y la fractura, la mucha o poca virtud que
pudiese haber tiende a sofocarse.
Tras habitar la zanja a la que nos
condujo la política de “al enemigo, ni agua” -tan afín al relato populista- o
la de “máxima presión” -a la que algunos entendidos tildan de "negligencia
diplomática"- pocas dudas deberían quedar acerca de la necesidad de
arreglos mínimos entre distintos. Eso, por cierto, jamás significará la supresión
del antagonismo político o la negación de la existencia de asimetrías (conviene
recordar de nuevo a Mouffe y su llamado a sublimar la visión schmittiana
amigo-enemigo mediante la lógica agonista). En las antípodas del “buenismo”, la
búsqueda de acuerdos -en especial si se brega en situaciones límite y con
rivales mañosos como zorros, pero también humanos y falibles- tiene un sentido
profundamente pragmático.
Pero hasta esa índole casi
“aséptica” del consenso social brinda carne a los rabiosos; a los de antes y
los recién bautizados, ocupados en seguir apuntalando el tugurio de enconos. El
instinto destructivo que algunos exhiben sin rubor (como si insultar o
descalificar, en vez de empequeñecer, encumbraran de algún modo) irrumpe bajo
la seña del Calibán posmoderno. Hay que ver cómo se valen del tejemaneje
retórico, de la mampara del sofisma, la caza de pajas en el ojo ajeno; cómo
siembran sospechas, endosan culpas, llenan de inmundicias la esfera privada o
blanden su derecho a “decir lo que siento”, no importa cuánta rotura y ociosa
disolución vaya en ello.
Contra los adictos al Destrudo
también es justo librar una realista cruzada. Seguramente no aflojarán en su
afán de arrancar “patetismo a las ruinas”, como denuncia Szymborska. Pero no
por eso podemos dejar que se naturalice su líquida embestida, su relativismo
falaz, su “vale todo”. Antes que arma arrojadiza, la libertad de decir debería
prestarse para la integración transformadora; más en un país donde todo incita
a la escabechina.
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