Para qué molestarse, plantean incluso algunos, si al
final nada va a cambiar. Pero lo tremebundo es ver a quienes deberían hacer
esfuerzos para reactivar ese aplastado conatus, sumándose febriles a la ola de
insatisfacción crónica, así como quien impulsa un hashtag. Revueltos entre los
cultores del bovarismo criollo, cunden actores políticos azuzando la creencia
de que poco o nada se puede hacer para transformar esta, “la maldita
circunstancia”. (“¡Nadie puede salir, nadie puede salir!”, denunció una vez el
poeta cubano Virgilio Piñera: “La vida del embudo y encima la nata de la
rabia”.)
Más que indeclinables principios, pareciera imponerse
la lógica de un infantil chantaje: si el entorno no cambia, no seré yo el que
cambie. Si las condiciones no mejoran sustancialmente, participar está
descartado. Si el gobierno autoritario no se vuelve democrático en lo
inmediato, conmigo no cuenten para “legitimarlo”. El sensato interés en generar
presión terminó convertido acá en comodín discursivo para eludir la acción,
suerte de cuento “del gallo pelón”. Es el lenguaje como celada, no como llave
de la praxis comunicativa. Así, ante el vértigo de la megaelección y las
definiciones asociadas a los retos y dilemas que plantea, una malentendida
“dignidad” vuelve para recortar el ya magro menú de opciones de los
venezolanos.
Cuesta distinguir hacia dónde camina tanto solemne
entumecimiento. Más cuando las señas de la angustia -eso que en Kierkegaard se
anuncia como fruto de la antítesis entre lo temporal y lo eterno, entre lo
finito y lo infinito- se mezclan con el hartazgo. Un panorama en el que la
política, lejos de servir para romper la dañosa monotonía y restaurar el
espíritu de lucha, se ha vuelto más bien merecedora de recelos.
En nuestra situación, contribuir a despolitizar a la
sociedad nunca podrá considerarse un premio, todo lo contrario. Y en este caso,
el pesimismo asumido no como acto de lucidez, no como ejercicio de sano
escepticismo, prudencia frente a la estrechez o aceptación del principio de
realidad, sino como arma para demonizar el aprovechamiento de la ventana de
incertidumbre, sólo contribuiría a esa despolitización. Un juego suicida, que
el aspirante al poder -en acera distinta a la de la incredulidad propia del
analista o la vis acre del poeta- no puede darse el lujo de patrocinar.
El vaciamiento de certezas respecto a las capacidades
de la mayoría organizada, la sensación de falta de control sobre el propio
destino, el aplastamiento a priori de esa potencia… ¿acaso eso podrá aportar a
una narrativa para revertir la desesperanza, una que nos devuelva el sentido de
comunidad? Sin un demos convencido de la necesidad de derrotar al determinismo
y asumir tareas concretas por la recuperación de la democracia, ¿en qué
quedaría la brega “de todos”? ¿O es que se abrazará sin pataleo el dictamen del
“capitis deminutio”, la presunta minusvalía de los venezolanos para asumir protagonismo
en los asuntos de la polis?
Al respecto, sirve traer a colación la mirada que
sobre las “radiografías oscurecidas de nuestra psicología individual y social”
lanza Luis Beltrán Guerrero (“Las máximas pesimistas”, 1962). El autor desgrana
allí un corpus de pensamiento acerca del país, frases de venezolanos del siglo
XIX y XX que prefiguran un sistema de creencias, un ethos social, un modo de
ser asociado al fracaso. Empezando por Francisco de Miranda y su famoso
“¡Bochinche, bochinche! ¡Esta gente no es capaz sino de bochinche!”, y pasando
por el juicio amargo de Cecilio Acosta al afirmar que “no hay en Venezuela
incomodidad que nos sobre, ni malandanza que nos atribule”. También resuenan
las palabras del Presbítero Nicanor Rivero: “no se considera libre el
venezolano mientras no está oprimiendo a los demás”. Las del poeta Manuel
Pimentel Coronel, “Venezuela es un país sin memoria”. O las del escritor Manuel
Vicente Romero García, “Venezuela es el país de las nulidades engreídas y de
las reputaciones consagradas”. Tono pesimista acerca de nuestras
potencialidades políticas que Aníbal Romero asociaba a una perenne crisis
incrustada “en el alma nacional”.
De las garras de esa visión anclada a las mermas de
nuestra identidad, de la tentación auto-invalidante, es justo escapar. Lo
peligroso, insistimos, es que tales prejuicios sean cebados por sectores que,
de estar atentos a su misión de crear confianza, encauzar y amplificar
fortalezas, deberían más bien volcarse a mitigarlos. “No podemos solos”, se
anunciaba hasta hace poco. Aseveración que arrojaba una losa sobre nuestro
ímpetu; que, para colmo, daba cierto festivo status a lo trunco, a lo abortado,
al penoso rugido de ratón. Ah, de tal estulticia también urge zafarse.
En ese sentido, una sociedad civil que se está
esforzando por trazar caminos para superar el mapa de la desintegración y la
anomia vale y puede mucho, sí, pero demanda eficaz acompañamiento de la clase
política. Compañía fundada no en el auto-engaño, por cierto, no en el
atolondrado cálculo que prescinde de la realidad. Sí en la convicción de que el
determinismo acaba imponiendo grilletes a la voluntad, ese principalísimo aliño
de la necesidad que empujó al ser humano fuera de la caverna. A esa evolución
habrá que apuntar, sin duda. Lo otro es creer que un liderazgo sin voluntad
propia ni capacidad para concitar la ajena, calificaría para manejar los
destinos de una nación tan quebrantada. La verdad es que cuesta imaginar
parches que hagan menos visible semejante contradicción.
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