Nada de eso
remite a la sublimación de la guerra que se gesta en la arena política,
involucrando a rivales en pugna por la hegemonía, por los apoyos mayoritarios.
He allí una ventana que los “sin-poder” siempre pueden utilizar. Por lo mismo,
la vista de una vulnerabilidad sin resolución no puede resultar más
invalidante, más fatalista. Abrazarse a esta última y desestimar el enfoque
político del conflicto, es casi suicida. Un actor que, por naturaleza, no es
propenso a administrar poder de fuego sino a alzarse con las armas de la confrontación
dialéctica -esto es, las palabras- poco o nada puede aportar en un contexto
donde la política se ha agotado.
De
someternos al degolladero de tales diagnósticos, ¿cabría imaginar alguna salida
que amén de realista, apele a la autonomía y vigor propios del ciudadano? ¿No
es esto al final una coartada para la inmovilidad: jamás arquitectos del cambio
sino esclavos perennes de la expectación?
En todo
caso, lo justo será enfocarnos en la resuelta construcción de esa paz que
camina más allá de la ausencia de guerra formal. “Paz” que no entraña renuncia
a la beligerancia, ni sumisión; tampoco trámite “acomodaticio” como espetan los
cultores del todo-o-nada. Una cuyo beneficio sería mezquino calificar como obra
de “blandengues”, de “tibios” sin moral. Se trata de esa paz que conviene
invocar no sólo porque la emergencia sanitaria amenaza con sumirnos en una
suerte de “estado de naturaleza”; sino para explorar alternativas de gestión
del conflicto que apunten a la ansiada transformación política.
Transformación
es, en este caso, voz clave. Hacia ella se dirigen los afanes de quienes buscan
crear condiciones para el encuentro fructuoso entre decisores, sometidos acá
por la creciente presión de una sociedad llevada al límite. Transformación, que
implica desactivar esa lógica del amigo/enemigo que emponzoña el cortijo común
y encadena al prejuicio. Que implica, también, mirar la relación con el
adversario no como refriega moral, puja entre bien y mal absolutos;
determinismo que anula la complejidad de la condición humana y su falibilidad,
y auto-invalida para agenciarla. La política (guerra simbólica, eso sí) no es
asunto metahumano, sino faena de mortales apelando a sus rasgos, musculatura y
destrezas.
Asumiendo
que el arma de esa sociedad en desventaja sigue siendo la palabra -y ello alude
al “soft power” propio de la diplomacia- no cabe entonces atribuirle dotes
miríficas. Al contrario, la transformación que suscita la relación dialéctica
pide persistencia, discernimiento y compromiso; trabajo arduo, no sólo fe.
“Lograr que otros actores quieran los resultados que tú deseas” (seducción en
vez de coacción, dice Joseph Nye) pide, sobre todo, tiempo. Tiempo
habilidosamente invertido en acciones que no son un fin en sí mismas. Marcha
progresiva, reforma y acumulación, antes que ruptura y supresión.
Sabemos
cuan sinuoso luce el camino hacia un arreglo con un gobierno marrullero y nada
dado al ganar-ganar, cuestionado y financieramente limitado, a fin de
concretar, por ejemplo, un plan de vacunación o la designación de un CNE que
abra puertas a la reinstitucionalización. Es preciso mantener pies en tierra,
claro, y no perder de vista un dato: negocian quienes lo necesitan. Lo cual,
paradójicamente, llevaría a creer que la posibilidad de cooperar no aparece acá
como efecto del “Wishful Thinking”, sí de una agenda de aprietos reales que
exige atención funcional.
Similar
paisaje, por cierto, anticipó la firma de célebres acuerdos de paz. En
Sudáfrica, entre el ANC liderado por Mandela y el gobierno de De Klerk, fruto
de una negociación de 3 años que acabó con 44 de Apartheid. El de Guatemala,
que en 1996 puso fin a una guerra de 36 años. El alto al fuego en Angola (2002)
que tras 27 años dio paso al gobierno de Unidad Nacional. El de Nepal, después
de 10 años de guerrilla. El que en 2016 acuerdan el Gobierno de Colombia y las
Farc. O el que se produjo luego de más de una década de negociaciones (1998)
entre IRA y el gobierno británico, en Belfast. Los ejemplos confirman que la
transformación que habilita el espacio político no es inmediata: pero cuando
ocurre es lo bastante poderosa como para apostar a su sostenibilidad.
Mibelis Acevedo D.
mibelis@hotmail.com
@Mibelis
@ElUniversal
Venezuela
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