La vieja
tensión entre verdad y política se recicla sin tregua. En La República, Platón
ya afirmaba que la frontera entre sabios e ignaros justificaba el monopolio del
conocimiento de la verdad. “Una mentira es útil sólo como medicina para el
hombre”, anuncia, deslizando la idea de una mentira “saludable”. Maquiavelo,
con cruda precisión y sentando bases para la llamada Razón de Estado, avisaba
que perpetuarse en el poder exige valerse de cierto fingimiento. Si los hombres
son en esencia débiles e imperfectos, alega, el exceso de sinceridad es un
riesgo. Una lección que los regímenes autoritarios modernos acogen con especial
diligencia, de paso: en tales lodos florece aquello que Arendt bautizó como la
“mentira organizada”, el ocultamiento y destrucción de la realidad fáctica.
Pero un
dilema ético atado a esa tensión aparece incluso en democracias funcionales,
donde la noción de una verdad que fluye sin filtros entre líderes y gobernados
es también visitada con cautelas. El compromiso atado a la gestión de esa
verdad, borda la toma de decisiones de los conductores de sociedades. Más si se
considera el inflamado matiz que arrima John Holloway: la posibilidad de que la
sociedad oponga un contrapoder, una contraverdad que equilibraría el peso de
esa construcción simbólica que avalan las élites políticas.
El
paradigma contenido en la frase “el fin justifica los medios” (cuya real
autoría algunos atribuyen a Bonaparte, célebre por sus anotaciones en su
ejemplar de “El Príncipe”) descubre otros acomodos en la praxis del político de
la posmodernidad, uno a quien el ojo público encuentra más expuesto que nunca.
Esto, en atención a una pauta que sí anticipó Maquiavelo: “en las acciones de
los hombres y particularmente de los príncipes, donde no hay apelación posible,
se atiende a los resultados”. Ser consecuente con la deuda que dimana del
efecto visible de sus jugadas, mueve al político a procurar el éxito mediante
la conciliación de medios y fines. Lo obliga, de igual modo, a transitar en un
bosque donde al mismo tiempo concurren la expectativa caótica, la moralina, el
enredo, la fullera omisión. Lo instruye, en fin, a estar muy consciente de los
albures del autoengaño.
El
autoengaño, síndrome que también toma ventaja de la humana capacidad “para cambiar
la realidad, con esa misteriosa facultad que nos permite decir 'brilla el sol'
cuando está lloviendo a cántaros” (Arendt), deja su magulladura en nuestra
historia reciente. Podría decirse, incluso, que en esa sofisticación de la
mentira reside buena parte de los traspiés de la oposición, y el germen de su
actual impotencia. A merced de la gran sugestión colectiva, el deseo de apurar
lo improbable, muchos acabaron dándose permiso para la desconexión. Para
decirlo con Kundera: la bella promesa hizo aceptable la “mentira comprensible”
que se tenía delante, y desechable la “verdad incomprensible" que había
detrás. Trágica permuta. Sin reflexión ni voluntad para captar la debilidad, la
evidencia puede estar allí, sin existir realmente.
A la luz de
ese adulterado foco, se habla de una mayoría apenas olfateada, apenas percibida
por el visillo de la encuesta, pero no objetivamente contabilizada. Una
“sensación” de mayoría asociada a la impactante toma de calles en momentos de
gloria de la dirigencia, al rechazo a la gestión del gobierno o al simple juego
de espejos (cosa muy distinta a la política de fabricación del quórum necesario
para ejercer derechos por la vía concreta de la participación en el espacio
público, tal como pasó en 2015). Una apelación al fervor interino que en todo
caso podría intuirse, no medirse voto a voto. Suerte de constructo favorable al
discurso de “mayoría social” y colmado de potencial, seguramente; pero cuya
potestad para moderar o influir en la dinámica política y los resultados de la
misma, se diluye mientras se van perdiendo espacios de incidencia real.
El fracaso
traducido en desafección y crisis de representación -eso dicen también las
encuestas, única y limitada fuente de medición cuando falla la convocatoria a
actuar masiva y concertadamente- delata el espejismo. Sabiendo no sólo que las
mayorías políticas son circunstanciales, sino que la oposición es hoy un
archipiélago de siglas dispersas y adelgazadas, ¿cómo seguir apelando entonces
al discurso hueco de la “poderosa unidad y mayoría” que, en teoría, aún se
conservan?
Tras tanta
pifia y aun cuando la acumulación de un capital simbólico incite a “embellecer”
la realidad mediante el artificio, lo justo es sincerarse. No hay “poderosa
unidad”. No hay tal mayoría política. La hubo, se dilapidó y hoy toca armarla
de cero. Las próximas elecciones brindan ocasión para eso, aunque el plomo en
el ala luzca tan pesado como oneroso. Convencer a ciudadanos que también fueron
víctimas del autoengaño pedirá dosis ingentes de habilidad. Hacer de la verdad
un algo manejable es parte de una faena que, amén de mirarle la cara a esa
“exactitud aterradora”, exige sortear la estulticia de los demagogos.
Mibelis
Acevedo D.
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Venezuela
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