El Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México es una joya arqueológica, un motivo fósil, una institución política pionera del corporativismo en Latinoamérica que gobernó por setenta años ininterrumpidamente y grabó el ADN mexicano con sus siglas. El actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, fue amamantado políticamente en su seno, al igual que otros políticos, luego disidentes, como Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo. La lista es larga e inclusiva.
El PRI es único, original, como forma de dominación social y política, el sueño gramsciano de la hegemonía cultural, el partido como príncipe de Maquiavelo, ocupando las casamatas de la sociedad civil. Su hegemonía política y cultural fue tal que llevó a Vargas Llosa a soltar una de sus hipérboles características: la dictadura perfecta. Lo más granado de la cultura mexicana giró a su alrededor en embajadas, consulados y consejerías culturales, baste con nombrar a Alfonso Reyes, Sergio Pitol u Octavio Paz, ya que la lista de artistas y creadores que cayeron bajo su embrujo o bajaron la vista es también larga e inclusiva.
Lo cierto es que luego de las reyertas entre los caudillos de la Revolución Mexicana, estos se ponen de acuerdo y conforman un partido para institucionalizar el proceso revolucionario. Nace el Partido Nacional Revolucionario (PNR) que iría cambiando de piel hasta convertirse en el PRI que moldeó el México moderno, con su cine, literatura, muralistas y pintores, cómicos geniales, músicos, editoriales, arquitectura y arqueología, librerías, cantinas, mariachis y pare usted de contar. (O siga contando, si es su gusto).
Un partido hegemónico que hasta se permitió abrir o dejar espacios para que una oposición menguada (de izquierda, derecha y centro) ejerciera su derecho a la disidencia acotada. Esa oposición, a la larga, votando empecinadamente y aprovechando cualquier hendidura democrática que se abriera, lograría sacarlo del poder en el 2000 con la elección de Vicente Fox y el Partido de Acción Nacional (PAN). La dictadura no era tan perfecta.
¿Puede Venezuela estar presenciando la emergencia de un priismo vernáculo, avivado por el soplo de la coyuntura internacional y las carencias de la oposición? Nunca las comparaciones históricas especulativas han sido útiles para desentrañar los procesos políticos, siempre tintinea aquello de: “La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”.
Pero no deja de ser cierto que, por una razón u otra, el partido gobernante ha venido mudando de piel, cambiando la simbología, aparcando las viejas consignas (aun cuando estallen como hipos de cuando en vez) y con la tranquilidad que le da una oposición mirándose el ombligo primario, puede dirimir sus desencuentros internos con cierto sosiego.
La nomenclatura que rige tanto en el partido como en el Gobierno está, por ahora, cómoda con una ciudadanía ajena al discurso opositor que se canta y celebra a sí mismo, las perspectivas de que la coyuntura petrolera le favorezca y la posibilidad de que el entorno político en la región le sea progresivamente menos hostil. Pero el malestar es generalizado, el peso de las rémoras doctrinarias y pulsiones autoritarias es grande y aguas adentro los colmillos se afilan con la boca cerrada.
¿El PRI en Venezuela? ¡No manches, güey!
Jean Maninat
maninatj@gmail.com
@jeanmaninat
Venezuela
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